ANTROPOLOGÍA Y PSICOLOGÍA: NATURALISMO, MINIMALISMO Y COGNITIVISMO1

 

Camilo Lozano-Rivera2

 

Recibido el 9 de marzo de 2015, aprobado el 13 de marzo de 2016 y actualizado el 25 de mayo de 2016

 

DOI: 10.17151/luaz.2016.43.14

 

Resumen

 

El análisis que se propone en este artículo tiene como objetivo ofrecer un utillaje conceptual a partir del cual aproximar la antropología y la psicología cognitiva, desde una perspectiva contemporánea. Tiene como punto de partida el presupuesto de que la situación ecológica de los individuos incluye, por definición, información de orden social que los pone en relación de manera inevitable, lo cual impide considerárseles como unidades autocontenidas. Discute críticamente la profusión de términos y abordajes para el estudio del plano subjetivo en antropología y, como un aporte singular a este tema, se describen las vinculaciones entre la habilidad de referencia social compartida y el origen de la semiosis, ámbito en el cual se ha elaborado recientemente una solución parcial a este impasse teórico.

 

Palabras clave

 

Naturalismo, minimalismo, referencia social, semiosis, subjetividad.

 

Anthropology and Psychology: Naturalism, Minimalism and Cognitivism

 

Abstract

 

The analysis that this paper sketches aims to offer conceptual tools to approximate anthropology and cognitive psychology from a contemporary perspective. As a point of departure, considers that the ecological situation of any individual includes –by definition- social information that puts them in relation in an inevitable way. This condition does not allow considering individuals as self-contained entities. The paper critically discusses the profusion of terms and approaches to study of subjective realm in anthropology and, as a particular contribution to this subject, describes the links between social reference and origins of semiosis. Recently a partial solution to this theoretical impasse has been drawn in this field of research. 

 

Keywords

 

Naturalism, minimalism, social reference, semiosis, subjectivity.

 


 

Introducción

 

La respuesta a la pregunta “¿a dónde se ha ido la antropología?” es, […], “hacia disciplinas por fuera de las ciencias sociales donde se está haciendo muy bien”.

 

(Bloch, 2005: 10)

 

Este trabajo tiene como objetivo enunciar elementos de una alternativa teórica en la antropología orientada al ámbito de la cognición humana en su situación ecológica. No obstante, no se trata de una opción teórica autónoma. La teorización, siguiendo a Dan Sperber (1988), tiene un carácter incipiente en antropología, en la medida en que han sido escasas –y también débiles- las reformas e intentos de elaboración teórica, entendidos como una búsqueda de integración sintética de los hallazgos empíricos (Cfr. Crapanzano, 2008; Reynoso, 2012b).

 

Una consecuencia de esta afirmación que discutiremos en lo que sigue, es que la dificultad de sistematización de dichos hallazgos estriba principalmente en el incumplimiento de ciertas condiciones básicas de la investigación científica, tales como “la producción regular de iniciativas metodológicas […] la clarificación de ideas para el gran público […] la capacidad de uso público de los instrumentos teóricos” (Reynoso, 2012b: 1).

 

De este estado de cosas, ha surgido una inconsistencia expresada en la vinculación entre la postura epistemológica que concibe el anthropos como una entidad eco-cultural que, a través del intercambio intersubjetivo en el marco de formas de relación socialmente estructuradas, deviene individuo culturalizado; y la agenda teórica de base en la investigación antropológica, que cuenta entre sus ítems más urgentes el de los modos como la cultura se relaciona con las individualidades. La cultura consiste en una serie de expresiones, con forma de lenguajes y conductas, de entidades ontológicamente subjetivas (Searle, 1997), es decir, entidades cuya existencia depende de su experimentación por un sujeto, la antropología podría definirse como una ciencia objetiva3  de fenómenos ontológicamente subjetivos.

 

A continuación, se ofrece un proyecto parcial mas no arbitrario, que pretende constituirse como una alternativa para solventar este impasse entre los ámbitos epistemológico y teórico, apelando para ello, a la conjunción no reduccionista entre postulados naturalistas y cognitivistas.

 

Una antropología naturalista

 

Como una opción de clarificación sobre  la definición del objeto de la antropología, en años recientes se ha postulado la necesidad de devolver al centro del debate el carácter natural del Homo Sapiens como animal humano evolucionado. Esta iniciativa, a la que en adelante nos referiremos como “naturalización”, tiene por objetivo establecer una causalidad entre niveles de análisis diferenciados en y entre los cuales se llevan a cabo procesos mutuamente articulados, a saber: los niveles bio-lógico y semio-lógico.

 

Esta articulación puede denominarse causal4 una vez se asume, como lo hacemos nosotros en este trabajo, que la creación de distinciones o clasificaciones está signada por la arbitrariedad de los intereses de quien clasifica (Searle, 2002). Esto quiere decir que determinadas condiciones devienen determinantes para el acto clasificatorio. Resulta útil para la argumentación rescatar en este punto el famoso ejemplo estructuralista de las peras y las manzanas:

 

Si se pide clasificar una colección de frutos variados en cuerpos relativamente más pesados y relativamente más livianos, será legítimo comenzar por separar las peras de las manzanas, aunque la forma, el color y el sabor, carezcan de relación con el peso y el volumen”  (Lévi-Strauss, 1964: 33).

 

Definir límites taxativos en los que entidades ontológicas diferenciadas tienen su origen (v.gr, cuerpo/mente, cerebro/consciencia, naturaleza/cultura), parece no gozar de ningún sentido. O goza del mismo sentido que diferenciar ontológicamente las cualidades del sabor, el color, el olor o el peso del fruto, del fruto mismo, sea este una pera o una manzana.

 

Pero las diferenciaciones de las que trataremos en adelante distan de ser sencillas como las establecidas en el ejemplo dado, sin que por ello este deje de ser altamente ilustrativo. Para comenzar a tratarlas, nos comprometemos con la afirmación de que el nivel más elemental en el cual podemos situar los procesos vitales es el nivel biológico; lo anterior constituye una razón suficiente para sostener que la única diferenciación viable para mantenernos en el ámbito de la articulación causal de los procesos que ocurren en niveles diferenciados y científicamente diferenciables, es la existente entre lo biológico y lo no-biológico. Así, como argumenta John Searle “[…] nuestras vidas conscientes están moldeadas por nuestra cultura, pero la cultura es en sí misma una expresión de nuestras capacidades biológicas subyacentes” (Searle, 2002: 60). El límite entre biología y cultura no es entonces taxativo, y a los procesos correspondientes a cada ámbito no podrían adjudicarse pertenencias ontológicas diferentes. Otra arista de la naturalización. 

 

¿Cómo contribuir al despeje de la bruma en el ámbito de la investigación antropológica sobre términos que, según su elaboración, resultan absolutamente confusos e inconsistentes si se los quiere coordinar? Una expresión notable de esto, es el establecimiento de diferencias insalvables en la explicación de los fenómenos humanos, recreada en la confrontación entre el particularismo y el universalismo. Este trabajo no pretende solventar definitivamente esta diferenciación e incluso no se confía aquí en que algo como eso sea posible, ya que los puntos de vista particularista y universalista pueden servir como instrumentos analíticos pertinentes, en función de las cualidades del problema de trabajo que se formule.

 

El punto en que nos enfocaremos es el de la profusión de sustantivos que se refieren a la dimensión del sujeto o “sí mismo” (entre otros, self5, yo, persona, sujeto, subjetividad, subjetividad del sujeto [y un largo etcétera]) la cual, al menos desde una perspectiva que compartimos con Maurice Bloch (2011), es el fenómeno donde el conflicto entre el universalismo y el particularismo en la teoría social, se presenta de manera más intensa.

 

Esta dimensión del “yo” es muy relevante en el marco de la indagación sobre la sincronía social en el espacio y el tiempo, que tiene como base la problemática distinción entre el entendimiento de sí mismo y la representación de los otros (Bloch, 2011). Al mismo tiempo plantea la pregunta sobre cómo esta distinción es efectivamente realizada, a través del reconocimiento mutuo entre agentes actuantes en el marco de una situación dada, ecológicamente situada.

 

Para elaborar una respuesta es que planteamos en este trabajo la opción de naturalización; la razón es que el naturalismo puede sobreponerse a dos hechos evidentes, aunque no por ello con consecuencias benignas para la investigación. Todo lo contrario. El primero de estos hechos proviene de una posición particularista radical sobre la dimensión del sujeto (yo). Según ésta, las nociones sustantivistas en relación con la dimensión subjetiva del Homo Sapiens (Self, Yo, Persona…), no comparten entre sí nada esencial.

 

Esta inconmensurabilidad se ha apoyado en el argumento de que la dimensión subjetiva es un efecto determinada por las directrices particulares de la historia y de la cultura, variables en función del contexto. En consecuencia, que es inviable emprender una teorización sobre estos aspectos, puesto que sólo son aprehensibles desde una perspectiva particularista y que, en esencia, nada de ello es compartido universalmente por los humanos, aunque de facto se acepte que somos todos miembros de la misma especie e incluso compartamos equivalencias psíquicas. Para la investigación científica esto implica que la subjetividad del sujeto constituye un obstáculo para el razonamiento objetivo sobre subjetividades ajenas (Spiro, 1996). Es decir, que la subjetividad del “otro” no puede objetivarse desde la propia subjetividad.

 

En segundo lugar, se encuentra la perspectiva universalista sobre la dimensión del sí mismo. Según esta, la subjetividad está más próxima a la definición de lo humano como una entidad a priori (Bloch, 2011), cuya conducta expresada en decisiones está determinada por mecanismos innatos y orientada hacia un mundo empíricamente obvio (Elster, 2005; Cosmides &Tooby, 2002).

 

Esta acepción fue compartida por la totalidad de las teorías que conformaron el programa de investigación conductista en psicología (Pozo, 1989). De hecho, en ella encuentra asidero un postulado clásico de esta corriente: no reconocer fronteras entre especies, en relación con la explicación de los mecanismos determinantes de la conducta de los organismos individuales pertenecientes a ellas. Se sustenta de este modo la afirmación de que “Al tratar los datos directamente observables [i.e, la conducta] no necesitamos referirnos ni a un estado interior ni a una fuerza externa” (Skinner, 1974: 66).

 

La fricción entre estas dos posturas se debe a su defensa de la primacía del sujeto sobre el organismo, por un lado, y la primacía del organismo sobre el sujeto, por el otro. En este sentido, y con respecto al Homo Sapiens específicamente, el célebre antropólogo norteamericano Leslie A. White expresó con concreción y suficiencia hace algunas décadas, una salida al problema que estamos tratando de delinear aquí por medio del contraste. Escribe White que, [las experiencias subjetivas] “son funciones de situaciones socioculturales, no las causas de estas últimas” (White, 1992: 139).

 

Pero las disparidades continuaron reproduciéndose, dando lugar a una bruma que es preciso disipar. Para ello, resulta indispensable el retorno al carácter natural del Homo Sapiens como ya se anunció, pero también la vinculación de ese retorno con la necesidad de tomar en cuenta seriamente lo social y lo cultural, sin tomar partido por la reducción de una clase de fenómenos a la otra. En otras palabras, trasladar la antigua controversia entre la versión universalista de los fenómenos humanos con su contraparte particularista al ámbito de lo natural, el cual puede ofrecer, como intentaremos demostrar en este artículo, el contexto adecuado para propiciar un encuentro integrador entre propósitos y formulaciones que históricamente han intentado anularse entre sí.

Planteamos que este encuentro se ve favorecido si se dispone para él de una antropología de base naturalista, que admita entre sus premisas la restitución de series de cualidades y capacidades compartidas universalmente por los miembros de la especie humana, sin que implique reducir a ellas la evidente diversidad expresiva de la cultura a lo largo y ancho del planeta.

 

Recordemos, sin embargo, que la disputa particularismo/universalismo no es únicamente ideológica sino que se refiere al plano de la epistemología. Tiene como uno de sus pilares la oposición fundamental entre la inducción y la deducción en tanto dos modos lógicos de aproximarse al conocimiento. Las dos formas lógicas de cada uno de estos dos modos, consolidadas en el movimiento entre los fenómenos observados y las teorías, entendidos como caminos de conocimiento autónomos, son diferentes pero no necesariamente contradictorios; más bien, complementarios para la solución de problemas y la producción de conocimiento científico (Rothchild, 2006).

 

Aunque la certeza de la diversidad cultural de la especie humana entrelazada con la unidad biológica (que incluye la unidad psíquica) pueda entrañar un cierto grado de obviedad para el lector ecuánime, lo anterior ha sido blanco de las principales objeciones que ha blandido el posmodernismo en antropología. Desde la perspectiva que desde allí se ha defendido y que referimos más arriba, la subjetividad “propia” es considerada como un obstáculo epistemológico en la producción de verdades objetivas sobre la subjetividad de “otros”, en virtud de que la subjetividad es concebida como un conjunto de “intenciones, propósitos y deseos –esto es, de significados-” (Spiro, 1996: 769) constituidos en su totalidad por la cultura en su presunta independencia ontológica de la naturaleza.

 

Dado que tradicionalmente los antropólogos y antropólogas se han representado a sí mismos (y a sí mismas) como depositarios de una subjetividad configurada por los cánones de la sociedad occidental, y que su objeto de estudio habitual han sido subjetividades no-occidentales, tal objeto ha sido disciplinarmente definido como “el Otro”. Otro, cuya definición en tanto elemento constitutivo de conjuntos culturales bien delimitados y particulares, excluye de facto la posibilidad de ser comprendido comparativamente.

 

Llegados a este punto, preguntarse si esa “otredad” es entonces una diferencia ontológica, puede resultar útil para hilvanar las ideas expuestas más arriba. Más aún cuando se asume –como es mi caso- la existencia de la diversidad cultural, expresada en la pluralidad de sistemas de significación y marcos de referencia que, utilizando como vehículo la existencia de sujetos concretos, organizan la vida colectiva en los grupos, aunada a una alta sofisticación de estrategias para generar conocimiento sobre el mundo (Lévi-Strauss, 1964).

 

Hay una alternativa a la inconmensurabilidad, que halla su contexto de surgimiento en la intuición particularista de una diferencia ontológica con respecto al Otro; esta es el reconocimiento de las restricciones naturales (biológicas, psicológicas y ecológicas) de la diversidad cultural (Sperber, 2005; Spiro, 1996).

 

Divisar esta alternativa nos permite considerar de manera mucho menos radical las diferencias y distancias entre la pluralidad de sistemas de significados, facilitando no solamente el ejercicio comparativo entre ellos sino también la disolución metodológica del precipicio ontológico entre el sí mismo y los otros. En efecto, permite argumentar que los otros no son otros en un sentido ontológico sino que son asumidos como tal por la antropología, como parte de un legado ideológico.

 

Hacia una antropología minimalista

 

Semejante propuesta, que a primera vista puede ser inadmisible entre ciertos sectores académicos, tendrá que ser matizada para que pueda tomarse en cuenta como alternativa, aun cuando sea transitoriamente. Una modalidad especial para lograrlo, será subrayar su matiz minimalista6. La afirmación de que es una necesidad considerar, adoptando una postura naturalista, las series de cualidades y capacidades compartidas universalmente por los seres humanos como restricciones biológicas de la diversidad cultural, nos remite sin duda alguna a pensar tales cualidades y capacidades en el marco de la historia natural del Homo Sapiens.

 

Esta historia, enmarcada en la ley de selección natural formulada por Charles Darwin (1859) y de la tesis de descendencia con modificación (DCM) que dicha ley incluye (Jacob, 2005), explica el origen de los mecanismos naturales que subyacen las disposiciones operantes en los organismos vivos (Llinás, 2003). 

 

En otras palabras,

 

 “Un enfoque naturalista sólo busca articular el nivel psicológico, es decir los mecanismos psicológicos de una disposición, con lo que se conoce acerca de la evolución de la especie humana, de una manera que contribuye a nuestra comprensión de este fenómeno”. (Baumard, 2008: 15).

 

Cabe resaltar que de esto no deriva ningún elemento que permita negar o siquiera sugerir que no existen cualidades humanas arraigadas en lo cultural e históricamente definidas, afirmación o sugerencia que, por lo demás, sería extremadamente difícil de sostener en caso de obstinarse con ella, situación muy fuera de lo común en la antropología actual.

 

Más bien, de lo que se trata es de definir con claridad correspondencias entre clases de fenómenos y horizontes de análisis. Es decir, postular una alternativa teórica que haga alusión a los horizontes en que se encuentran organizados los fenómenos humanos, para ubicar allí la dimensión del individuo situado ecológicamente. Esto sirve para considerar desde otro punto de vista la organización interna de la experiencia y avanzar en indagaciones que permitan definir, con cierto tino y algo de prudencia, que determinados niveles relativos a tipos concretos de fenómenos, corresponden con determinados horizontes de análisis. Estos horizontes pueden ser el individuo o la cultura, la evolución o la historia.    

 

En este orden de ideas, Maurice Bloch (2011) plantea que la dimensión de sí mismo del ser humano, estaría estructurada en tres niveles, a saber, uno “nuclear”, uno “mínimo” y otro “narrativo”. A continuación sostendré, siguiendo a este último autor, que una perspectiva antropológica adecuada para indagar la mecánica que subyace la distinción entre la dimensión de sí mismo y la representación de los otros, debe realizarse en el nivel mínimo y no está concentrada exclusivamente en el nivel narrativo como ha sido asumido con regularidad. Pero para ello, es necesario describir con cierto detalle cada uno de los niveles enunciados.

 

En el esquema que nos proponemos seguir, el nivel nuclear (core level) del sí mismo fundamentaría los referentes espaciales de propiedad y locación del propio cuerpo. En este nivel se enmarcaría también el sentido de autoría sobre las propias acciones (Bloch, 2011). Sobre esta base se desenvuelve la amplificación en el tiempo y el espacio de la variabilidad individual, que se conoce en psicología como desarrollo. Los fenómenos identificables en este nivel nuclear, corresponden con la organización espacial biológicamente determinada pero también con la experiencia interna del organismo.

 

Por su parte, el nivel mínimo (minimal level) del sí mismo, -apoyado sobre el nivel nuclear- fundamenta el sentido de continuidad en el tiempo para sí y para los congéneres. Este sentido de continuidad temporal se encuentra vinculado necesariamente con el uso de cualquier tipo de memoria a largo plazo, específicamente con el tipo de memoria que en psicología cognitiva se conoce como memoria episódica (cfr. Solcoff, 2011).

 

La vinculación entre la memoria y el nivel mínimo no es el producto de una libertad interpretativa, sino un presupuesto, dado que el nivel mínimo del que hablamos aquí

 

“[…] implica la habilidad de “viajar en el tiempo”, esto es, hacer uso de información acerca del pasado para el comportamiento presente lo cual implica estar en el pasado en imaginación, y la habilidad de planear el comportamiento futuro lo cual requiere estar en el futuro en imaginación” (Bloch, 2011: 8).

 

En estas condiciones, podemos seguir un proceso más amplio que vincula la percepción de sí, de los otros y también la memoria, ya que: “Los procesos psicológicos que se ponen en juego en el recuerdo episódico requieren del desarrollo de competencias representacionales sobre estados mentales.” (Valdés, 2005: 4). Nuestra habilidad de usar a los otros como fuentes de referencia, estaría entonces sostenida sobre la base de un procesamiento de tipos específicos de información proveniente del entorno social, tales como la mirada, la expresión emocional o la actitud hacia un objeto u otro sujeto. En esto juega un papel importante nuestra capacidad de interpretar esas expresiones en términos de estados mentales subyacentes: elaborar representaciones internas adecuadas con base en esta información, conlleva modificaciones en la conducta propia, en búsqueda de un ajuste con las especificidades en las demandas del entorno comunicativo7.

 

Este tipo de organización subjetiva de los acontecimientos del entorno y de la experiencia interna tendría como principio generador la funcionalidad de la memoria episódica (elaborar representaciones sobre estados mentales ajenos). En este nivel no se implica todavía ninguna alerta reflexiva sobre los estados mentales propios, ni la ordenación de los episodios en un todo coherente. Se trata de una fase de registro de la información necesaria para organizar episodios auto-contenidos, utilizando para ello la capacidad de memoria de trabajo (working memory).

 

En la edición del año 2013 del Annual Review of Psychology, el distinguido psicólogo Alan Baddeley planteó una distinción sutil pero significativa para nosotros –y que no fue tomada en cuenta por Maurice Bloch para conceptuar el nivel mínimo- entre la memoria de corto plazo y la memoria de trabajo. Según Baddeley, si bien ambos términos han tendido a utilizarse de modo indistinto, la primera hace referencia al almacenamiento temporal y simple de información, mientras que la segunda “implica una combinación de almacenamiento y manipulación” de información (Baddeley, 2012: 4).

 

Postular este grado de manipulación, que es incipiente en la medida en que no llega a ser consciente, es no obstante muy sugerente con respecto al surgimiento del sentido de subjetividad. Para consolidarse, este sentido precisa de la continuidad temporal de sí mismo y los acontecimientos externos (Minimal self), así como estar dispuesto sobre la espacialidad, el sentido previo de propiedad y locación del propio cuerpo y sus partes (Core self).  

 

En tercer lugar, pero no menos importante debido a que es aquí en donde se han desarrollado la mayor parte de las reflexiones antropológicas sobre el tema en cuestión, encontramos el self narrativo (Narrative self). Se caracteriza por guardar una estrecha relación con la memoria autobiográfica, estableciendo en virtud de ello el fundamento para la creación de una autobiografía, situación común a todos los seres humanos y que aún no debería descartarse con respecto a otras especies animales (Bloch, 2011), por carecer de evidencia experimental que permita expresarse a favor o en contra al respecto.

 

Esta autobiografía es altamente reflexiva; implica grados tan sofisticados de reflexividad como los que son necesarios para coordinar la interacción social. Algunos enfoques sugieren que en este nivel de análisis se sitúa el pensamiento consciente vinculado con el uso narrativo del lenguaje8. Este ensamble tan directamente formulado resulta problemático, en el sentido de que no resuelve cuestiones apremiantes como por ejemplo si en efecto la memoria autobiográfica implica el pensamiento consciente o necesita solamente ser accesible a la consciencia (Bloch, 2011).

 

En este punto cabe desarrollar un argumento que promete ser esclarecedor con respecto a la correcta formulación –en toda su amplitud- del cuestionamiento inmediatamente anterior. Radica en la diferenciación entre los términos consciencia (consciousness) y “concienciación” (awareness). Tal diferencia estriba en que el primero “refiere a una capacidad particular de los seres vivos. Mientras que [el segundo], refiere al resultado experimentado internamente de ejercer esta habilidad en una situación particular” (Tulving, 1985: 2).

 

En consecuencia, el acceso a la consciencia es equiparable a la concienciación del recuerdo y del recordar, que permite la elaboración de una autobiografía para sí mismo y que se expone en la interacción social. Este doble vínculo implica, también, que la consciencia en tanto fenómeno de interés experimental para la psicología, puede asumirse como una variable dependiente de la experiencia en general (Tulving, 1985).

 

En suma, proponemos que una antropología minimalista es aquella que toma en cuenta el nivel mínimo del self  y sus términos, debido a que en este confluyen los ámbitos psicológico y cultural de un modo que deja entrever una salida empíricamente validable y que cuenta con respaldo teórico y experimental9. Por otra parte, que la discusión hegemónica y, por qué no, añeja, entre las vertientes particularistas y universalistas en antropología, puede dar un paso adelante en la teoría desplazándose hacia atrás analíticamente, yendo de lo narrativo a lo mínimo, según el continuum de niveles del self que han sido descritos hasta aquí.

 

Esto último nos deja en una posición cómoda para sostener que el modelo teórico del self que exponemos plantea que los niveles que lo componen, si bien diferenciables analíticamente, actúan todos con base en un principio de reciprocidad que se sustenta en la ausencia de límites taxativos entre ellos. Luego, que sobre ellos opera la influencia tanto del equipo mental como de la cultura en proporciones cambiantes, siendo el nivel narrativo del self en el que mejor se expresa el influjo de la cultura en la constitución de la subjetividad, sin quedar a causa de ello aislado de una relación funcional con los demás niveles; más bien, queda situado de manera interdependiente.

 

Esta propuesta del énfasis minimalista es connivente con el postulado de que la variabilidad cultural, debe remitir a potencialidades y restricciones de la mente humana, donde el equipo mental no es el determinante sino el instrumento de generación de sistemas de conocimiento y significación (Boyer, 1995; Sperber, 1988; 2005; 2012). Interactúan entonces la antropología y la cognición.

 

Rumbos en antropología cognitiva

 

Por la etiqueta disciplinar de antropología cognitiva tradicionalmente se entiende un tipo de antropología surgido a comienzos de la década de 1950, considerado por algunos como un presagio de la posterior “revolución cognitiva” (Bender et al, 2010) y que se caracteriza por consistir en una mixtura bien singular entre lingüística y antropología socio-cultural.

 

Según escribió Stephen Tyler, uno de sus impulsores más vehementes, la antropología cognitiva constituye una orientación teórica que intenta “entender los ‘principios organizadores subyacentes’ al comportamiento” (Tyler, 1969: 3. Cursiva en el original). Para ello, implica “cuatro operaciones relacionadas: (1) adquisición de datos; (2) descubrimiento de rasgos semánticos; (3) disposición de los rasgos; declaración de la relevancia10” (Tyler, 1969: ix. Cursiva en el original).

 

En términos generales, la antropología cognitiva se puede caracterizar como sigue. Metodológicamente, aspiraba a constituir una modalidad de mapeo de lo concreto (v.gr, las expresiones léxicas a través de las cuales se refieren los aspectos del mundo físico y social) sobre lo abstracto (i.e, el mundo de la cultura) (Reynoso, 1998) y avanzó en el desarrollo, para servir a este propósito, de heurísticas concretas como el denominado análisis componencial, que tenía como objetivo acercarse a la semántica nativa o etnosemántica.

 

Teóricamente, es destacable el compromiso de constituir una ciencia eminentemente emic (Harris, 1976) que, considerando los conceptos nativos como elementos integradores de dominios culturales amplios, admitiera el tratamiento científico no de la experiencia práctica nativa, sino de formas culturales y lenguajes a través de los cuales dicha experiencia se objetiva (Reynoso, 1998).

 

El análisis componencial o etnosemántica tenía como base el presupuesto de que el conocimiento cultural se encontraba distribuido en dominios de significado que contaban con algunos elementos integradores verbalizados por los nativos, identificables etnográficamente empleando la técnica de la elicitación por parte de los antropólogos o antropólogas en unidades semánticas denominadas lexemas. El mapeo de estas unidades permitiría diagramar formalmente por medio de grafos, el ordenamiento interno de la cultura, tal y como éste acontece en la mente nativa.  

 

En este marco tuvo lugar el desarrollo de una variedad de técnicas y métodos formales y computacionales para el análisis del conocimiento y las formas de representarlo, por parte de antropólogos y psicólogos, aunque casi siempre por separado. No obstante, vemos desde el presente que la tradición fundada en aquel entonces, presenta una iniciativa científica que aguarda un potencial colaborativo pionero, lo cual tiene unas dimensiones éticas y de significado (Rabinow, 2009) que están por analizar.

 

El planteo principal de esta corriente teórica, aludió a la alternativa de trabajar sobre la apariencia disyuntiva de la cultura para lograr un resultado conjuntivo con el análisis, realizando las combinaciones que fueran posibles sobre un número de atributos limitado (Reynoso, 1998). La plausibilidad del método (entendido como la justificación general para la selección de técnicas específicas en la investigación), intentó demostrarse a través de la afirmación de que las descripciones etnográficas así realizadas, constituían obligatoriamente un reflejo adecuado de distinciones que tienen lugar en la mente o consciencia del nativo (Reynoso, 1998. La cursiva es nuestra).

 

Esta batería de procedimientos estableció los parámetros para la configuración de un rasgo epistemológico, sintetizado en una definición de cultura transversal a todos los emprendimientos de investigación abarcables bajo el rubro disciplinar de antropología cognitiva, la cual fue formulada por uno de sus principales exponentes, el antropólogo norteamericano Ward Goodenough.

 

Según este autor, la cultura “consiste en lo que los humanos aprenden en tanto miembros de sociedades, especialmente en lo que concierne a las expectativas que de ellos tienen sus compañeros en el contexto de vivir y trabajar juntos” (Goodenough, 2003: 6). Esta definición ha recibido la crítica de que sitúa la cultura en la cabeza de los individuos y no en el mundo exterior: “Hace de los mundos material y social cosas en las que la gente piensa, pero no cosas con las que la gente piensa” (Bender et al, 2010: 375).

 

Este modo de observar el mundo se orienta a explorar la organización del conocimiento en grupos humanos diversos. La definición de cultura centrada en el conocimiento, devino acorde con los intereses científicos de otras áreas en el conocimiento y su representación, como la lingüística y la psicología. En el curso de sus desarrollos tuvo lugar el engranaje intelectual en que surgieron las ciencias cognitivas (Bender et al, 2010).

 

El estructuralismo de Claude Lévi-Strauss es considerado por algunos (Cfr. Reynoso, 1998; Cornejo Valle, 2011) como una vertiente de la teorización en antropología que puede ser tomada en cuenta dentro de la antropología cognitiva en sentido amplio. Por un lado, por la construcción teórica del pensamiento como objeto antropológico; y por otro, en razón de su proximidad con modelos inspirados en la lingüística para sus elaboraciones metodológicas.

El estructuralismo como programa de investigación consideraba una tarea urgente para la antropología el establecer relaciones –debido a la importancia que tiene para la investigación científica del pensamiento en otras áreas como la psicología-, acceder al nivel inconsciente de los fenómenos culturales y así aproximarse progresivamente a un nivel de objetividad analítica plausible (Lévi-Strauss, 1995).

 

Para ello, se sirve del modelo lingüístico planteado por la escuela estructural encabezada por Roman Jakobson, con el fin de trazar una analogía que sugiere que la oposición solidaria de los fonemas entre sí (Trnka, 1932/ 1980), a través de la cual los hablantes accedemos al significado de lo dicho, sirve como modelo para comprender el funcionamiento de los fenómenos culturales. Estos, de igual modo que la lengua, están situados en niveles estructurales inconscientes y su organización es observable al nivel de la conducta. Así como los fonemas opuestos entre sí mantienen una estabilidad estructural con respecto al significado con independencia de las variaciones en la entonación, la variabilidad cultural mantiene una unidad subyacente que remite a la mente humana.

 

En otras palabras, aunque las expresiones culturales destaquen por su heterogeneidad, lo que da lugar a ellas es un conjunto finito de estructuras homogéneas, que constituyen el lenguaje al que pertenecen dichas expresiones (Reynoso, 2011).

 

De allí que Lévi-Strauss postulara la universalidad del pensamiento intelectual -como una flor salvaje que prospera protegida de la civilización- y la existencia de reglas universales para el pensamiento (Lévi-Strauss, 1964). Por extensión para el dominio de la cultura, su existencia no puede darse al margen del intelecto. Sin embargo, esto contrasta con la ausencia de explicación en el estructuralismo antropológico del valor adaptativo al que se acogen o se deben las reglas del pensamiento, de cara a la evolución de la especie.

 

Aun así, las ideas de Lévi-Strauss sobre la naturaleza como un modelo lógico prêt à porter para el hombre, que no tiene más remedio que realizar clasificaciones por su interés innato de conocer el mundo intelectualmente, retorna la elaboración intelectual general al nivel de la sensibilidad, aserción por lo demás conflictiva con la hegemónica idea cartesiana de sujeto, fundamentada en la escisión ontológica de lo abstracto y lo sensitivo.

 

Teniendo presentes estas ideas, no obstante la brevedad de su exposición, es preciso cuestionarse: ¿qué de lo anterior se sostiene para una antropología cognitiva vigente y qué es preciso añadir para generar un corpus de conocimiento antropológico susceptible de ser tomado en cuenta por su pertinencia?

 

Es necesario anticipar que una de las expresiones más importantes de la diversificación de la antropología cognitiva, consiste en el viraje de su propuesta desde modelos teóricos inspirados en la lingüística hacia nuevas exploraciones teóricas inspiradas en la psicología cognitiva. La base de esto es la fuerte influencia de las tesis de Jerry Fodor (1986) sobre la “modularidad” de algunos procesos de pensamiento. Esfuerzos posteriores para evidenciar coincidencias y escenarios posibles entre la antropología y la psicología (Sperber, 1985), están fundamentados a su vez en la investigación científica sobre la conducta cultural y las relaciones precisas que guarda con los aspectos bio-psico-físicos (Cornejo Valle, 2011).

 

Esto no anula, en todo caso, el hecho de que el interés puntual en determinar los procesos subyacentes de la conducta cultural y las características de la organización del conocimiento en relación con el uso de su propia cultura, realizados por individuos concretos, es transversal a ambas perspectivas (la psicológica y la antropológica). Además, creo que es altamente relevante, sin importar la fuente disciplinar de donde se extrae su inspiración, pues tanto para los modelos lingüísticos como para los estrictamente psicológicos, el interés en la vinculación entre cognición y cultura se mantiene.

 

En este orden de ideas, podemos afirmar que una antropología cognitiva estaría caracterizada, en principio, por la vinculación ontológica entre los procesos de pensamiento y los contenidos de la cultura. Más exactamente, entre el equipamiento cognitivo común a toda la especie, adquirido a través del extenso proceso evolutivo dinamizado por la ley de selección natural (Darwin, 1859; Tooby y Cosmides, 1992) y la variabilidad cultural, distintiva del Homo Sapiens en un grado equivalente al de las cualidades de su sistema cognitivo.

 

En otras palabras, por establecer un intento serio que involucre, en una relación co-extensiva, los procesos mentales y los sistemas de significados. Concepciones teóricamente semejantes permiten al antropólogo Edwin Hutchins, argumentar que la cultura: “es un proceso cognitivo humano que tiene lugar tanto dentro como fuera de las mentes de las personas” (1995: 354). Con base en esta re-definición, la cultura es en parte un proceso cognitivo y la cognición es en parte un proceso cultural. Esta dialéctica se expresa bien, por ejemplo, en la manera como los diferentes niveles (teóricos) del self que se analizaron en el apartado anterior, guardan una pista muy valiosa para discernir las proporciones de influencia que, a medio camino entre procesos cognitivos y contenidos culturales (D’Andrade, 1981), configuran las distintas subjetividades.

 

Es necesario reconocer que en el pasado de ambas sub-disciplinas (psicología cognitiva y antropología cognitiva), existe una grieta con respecto a los intereses de investigación particulares, la cual ha sido cualificada por el énfasis que la psicología ha puesto en los procesos de conocimiento y la antropología en los contenidos del conocimiento (Bender et al, 2010; Rosaldo, 2005).

 

Sin embargo, es preciso subrayar que existe también una propuesta esquemática a propósito de cómo realizar una integración científica fértil entre estas áreas, por medio de la generación de un corpus teórico orientado a analizar y entender, desde una perspectiva compartida y contemporánea, los procesos culturales.

 

Este esquema, puntualizado por Bender, Hutchins y Medin (2010), consiste en:

 

• Derribar los cercados disciplinares a través del resurgimiento del interés por lo que “los otros” hacen.

• Reconocer el trabajo de esos otros a través de la intuición de un colegaje no concretado aún, que se fundamenta en el hecho de que los demás tienen cosas relevantes para ofrecer y en la apertura de perspectivas sobre los modos de aproximación a los fenómenos de la cognición, (V, gr, la experimentación controlada en laboratorios y la observación directa de los fenómenos en entornos naturales).

• Identificar objetivos y motivaciones comunes.

• Combinar aproximaciones complementarias a problemas similares.

 

Tomando este esquema como carta de navegación, una antropología cognitiva contemporánea debe considerar los avances teóricos y metodológicos a propósito del diseño o arquitectura de la mente. Es decir, inspeccionar la existencia de procesos mentales automáticos, eficientes y encapsulados (i.e, modularizados); la existencia de módulos como una consecuencia del diseño evolutivo de nuestro aparato mental; y la imposibilidad de pensar en la cultura sin resolver las cuestiones que se generan al tomar en cuenta las características detalladas del equipamiento que está tras bastidores en las expresiones culturales.

 

La investigación antropológica sobre la cognición humana no puede soslayar los resultados de la observación empírica verificable (Tomasello, 1999; Ingold, 2012; Dunbar, 2003) que sustenta que “los mundos material y social participan en la organización de los procesos cognitivos” (Bender et al, 2010: 377-378), así como la conclusión general que de allí se desprende: [que] “la cultura afecta no sólo qué piensa la gente sino cómo lo piensa” (Bender, et al. 2010: 378. Cursiva en el original).

 

Se sabe que en principio no hubo en psicología cognitiva un esfuerzo sostenido por dar cuenta del funcionamiento global de la mente, sino que la atomización de varios modelos delimitó el escenario de la investigación durante un amplio lapso, hasta finales del siglo pasado. Jerry Fodor (1986) intenta caracterizar la mente de modo global por primera vez, a través del planteamiento de dos modalidades de funcionamiento principales de las facultades mentales, una horizontal y una vertical.

 

Esta división, aunque dinámica, guarda un aire de proximidad con las ideas de la frenología de Franz Joseph Gall. La frenología comparte con las ideas de Fodor el que engloba las facultades de propósito específico y concretiza con anticipación la idea de “módulo”. Sin embargo Fodor, en rescate de la distinción entre facultades, propone las nociones de módulos y sistemas centrales. El esquema de funcionamiento que se describe para dar cuenta del procesamiento entre estas dos clases de entidades, se compone del conjunto de los receptores sensoriales, que sirven como transductores de pautas energéticas, de los módulos que aseguran la captación de la información, los sistemas centrales en los que se efectúan  las operaciones de la conciencia, -la atención y la memoria de trabajo-, y un conjunto de efectores cuya función es la estructuración de opciones de las que dependen los sistemas de acción, entre los cuales podemos contar, por ejemplo, los patrones de acción fijos (PAF)11 (Llinás, 2003).

 

Para Fodor (1986), los sistemas modulares son los sistemas perceptuales y el lenguaje. Esto, sin embargo, es un cruce categorial entre dos cosas muy distintas. Esta tesis acerca el lenguaje a la percepción, emparentando ambos fenómenos. Desde la perspectiva del sujeto consciente, no tiene sentido acceder a los interniveles de procesamiento, ya que los sistemas de integración como la memoria de trabajo o la atención, son limitados y se saturarían con información irrelevante. El sistema corrige las inconstancias perceptivas, para manejarnos con la mejor información disponible. Como resultado, accedemos al output generado.

 

Fodor (1986) no se compromete, sin embargo, con la idea de que los sistemas modulares son estructuralmente autónomos, sino que plantea que pueden compartir recursos de procesamiento. Esto difiere de las características de las facultades verticales de la frenología, pues la restricción está en el tipo de información que cada sistema manipula, no en la autonomía de los recursos de procesamiento.

 

Fodor diferencia también entre el encapsulamiento informativo y la autonomía computacional, con la salvedad de que ambos pueden compartir estructuras funcionales. Los sistemas de entrada perceptuales exhiben un funcionamiento modular, aunque esto no quiere decir que la percepción en general es modular. De hecho, se considera que la percepción en general es un proceso no encapsulado y cognitivamente penetrable, debido en parte al carácter de multimodalidad que los actos perceptivos requieren para consolidarse y fungir como organizadores eficaces de la experiencia12

 

En los años 90 pueden rastrearse dos desarrollos adicionales respecto de la noción de módulo. Uno de ellos es el modelo de la “epidemiología de las representaciones”, elaborado por el antropólogo Dan Sperber. Allí se plantea que no existen discontinuidades realmente importantes entre los procesos perceptuales y los procesos conceptuales, aunque difiera la direccionalidad en que ambos se realizan (Bottom/ Up_Top/ Down).  Ciñéndose a la perspectiva de Fodor, los procesos perceptuales se realizan a partir de mecanismos especializados y, por lo tanto, no toman información de procesos de índole conceptual. Pero, ¿cómo entender entonces la plasticidad desde el interior de la perspectiva modular? (Sperber, 2002).

 

Un corolario necesario para lograrlo es asumir que aquello que no es conocimiento adquirido, hace parte entonces del equipamiento que hace posible el conocimiento (Sperber, 2002). En este sentido, los procesos conceptuales de integración que se manifiestan en los patrones de conducta diversos dentro de y entre los grupos humanos, pueden estar vinculados con la modularidad de ciertos procesos de pensamiento.

 

Para demostrar lo anterior, Sperber (2002) propone como instancias necesarias, la construcción de la historia filogenética de los módulos (Tooby & Cosmides, 1992); las conexiones entre analizadores de entrada y controladores motores; y la existencia de un dispositivo inferencial que no se encuentre ligado a receptores sensoriales. Con base en esto, los módulos pueden apreciarse como respuestas a problemas específicos de orden ecológico, cuya configuración es un efecto de la relación funcional existente entre los niveles neurofisiológico, cognitivo y adaptativo (Tooby y Cosmides, 1992).

 

Percibir implica entonces una categorización de estímulos distales, que es posible en tanto el individuo que percibe cuenta con un repertorio conceptual que permite dichas categorizaciones (Sperber, 2002).  En el campo de las representaciones, en este orden de ideas, los conceptos juegan en ellas el papel de las enzimas digestivas en los alimentos ingeridos, las cuales actúan sobre los alimentos dependiendo de su composición molecular (2002).

 

Es palabras del propio Sperber, “[…] la presencia de conceptos específicos en una representación determina qué módulos se activarán y qué procesos inferenciales tendrán lugar” (Sperber, 2002: 85).  Por lo tanto, el escenario ecológico de la cognición se estructura por medio de la competencia entre representaciones, ante las cuales el buffer atencional se encuentra en la obligación de orientarse por medio del establecimiento de relevancias, lo cual constituye un mecanismo adaptativo muy útil, tratándose de la interacción entre seres “[…] naturalmente productores, transmisores y consumidores de información.” (Sperber, 2002: 90).

 

En este sentido, se argumenta que hay otros tipos de módulos que desbordan la caracterización de Fodor, haciéndola parecer estrecha. Los módulos de contenido o módulos conceptuales conservan el rasgo de la especificidad de dominio, pero no tanto la de encapsulamiento.

 

El psicólogo español Ángel Rivière, también ha elaborado una caracterización de la mente con pretensiones globales a través de una tipología de las funciones mentales. En ésta, los módulos no son todos necesariamente innatos, sino que corresponden con funciones cognitivas que pueden modularizarse durante la ontogénesis (Rivière, 2003). Es decir que durante el desarrollo del organismo individual se termina su configuración, afirmación consistente con la evidencia disponible de que la arquitectura del cerebro es afectada por la organización de la experiencia en la trayectoria vital (Bender, et al, 2010).

 

Este debate conduce necesariamente al ámbito de investigación de la teoría de la mente. Este se centra en los estados mentales, a través de las representaciones, las intenciones, los deseos, las creencias, etc., y constituye, desde nuestra perspectiva, un campo de indagación compartido entre la antropología cognitiva y la psicología cognitiva, en tanto los estados mentales a) no son directamente observables y por lo tanto deben ser inferidos; y, b) permiten predecir el comportamiento de los organismos dotados de subjetividad a los que se atribuyen.

Se ha postulado que en los primeros meses de vida de un bebé humano, el interés por los estímulos provenientes de otros agentes es “automático”. Pero hacia el cuarto o quinto mes, el interés por los objetos aumenta y los adultos deben comenzar actividades más sofisticadas para optimizar la interacción y continuar captando la atención de los bebés (Striano & Rochat, 2000). Este proceso ha sido caracterizado como dos tipos diferenciables de intersubjetividad, a saber, intersubjetividad primaria y secundaria (Español, 2010).

 

Este “salto” puede entenderse como una plataforma para el desarrollo de la semiosis, evidenciados en comportamientos y actividades más estructurados que apuntan a la configuración interna del universo emotivo de los individuos, por ejemplo, la referencia social compartida. El seguimiento de la mirada apuntala la intersubjetividad y se convierte en atención conjunta, la cual es el puente para pasar de la intersubjetividad primaria a la secundaria, puesto que establece los cimientos del intercambio de la experiencia, la cual comienza a compartirse por medio de formas incipientes de elaborar declaraciones e imperativos que  amplían el universo interactivo del individuo (Español, 2007).

 

La habilidad de referencia social compartida (RSC) es rastreable desde los 8 ó 9 meses de edad aproximadamente; advierte la actitud del otro con referencia a algo y, además, puede generar la modificación de la actitud del sujeto que percibe en relación con aquello que toma como referente. El principal vehículo para ello es la expresión de estados emocionales en el rostro de la madre y los marcadores somáticos o actitudes corporales que se realizan con respecto al objeto determinado (Baldwin y Moses, 1996).

 

Como una de las formas de sincronización social más tempranas, la RSC probablemente tiene también una función en el ámbito pre-lingüístico de transmisión de valoraciones culturales. Resulta de importancia puntualizar la relación que guarda la RSC con la implicancia corporal en el mundo social-material, para alcanzar fines colectivos y de estabilización cultural. Una relación como esta, que muestra indicios de aparecer muy temprano en la ontogenia, probablemente tenga que datar de mucha antigüedad en la filogenia. Y de esta manera ser parte constitutiva de un conjunto de mecanismos anteriores a la aparición del lenguaje tanto ontogenética como filogenéticamente.

 

A partir de esto se puede fortalecer la reflexión teórica y la indagación empírica en torno a, como mínimo, los conjuntos estables de representaciones entre los miembros de una población (Boyer, 1995), el contenido y la organización de tales representaciones, las cualidades del almacenamiento y transmisión de esos contenidos y los agregados de presunciones tácitas que permiten tales intercambios, en un nivel de análisis que acoja los fenómenos culturales tomando distancia crítica del reduccionismo a lo biológico o lo cultural restrictivamente.

 

Por último, la consideración de que las cualidades del diseño mental que respalda la cultura y a su vez está recogido en ella, corresponden a respuestas proporcionadas a problemas adaptativos específicos en la escala filogenética de nuestra especie (Tooby y Cosmides, 1992; 1997; Sperber, 2012, Baumard, 2008; 2002; Boyer, 1995).

 

Respecto de la aproximación entre la antropología y la psicología cognitiva, para terminar, reproduzco la incisiva afirmación que escriben Dan Sperber y Nicolas Baumard (2012: 5):

 

“En la medida en que la antropología es sobre el ser humano a través del espacio y el tiempo, una perspectiva evolucionaria sobre los mecanismos psicológicos debería ser de una relevancia antropológica particular.

 


 

Conclusión

 

La propuesta que se esboza en este artículo es de orden conceptual. Pretende convertirse en un aporte para diversificar las alternativas teóricas sobre el problema central de la cognición humana, transversal a la antropología y la psicología, al menos. Ambas disciplinas han desarrollado abordajes singulares sobre el funcionamiento cognitivo y han arribado a problemas semejantes, por ejemplo, la determinación mutua entre la cognición y las condiciones ecológicas en las que se sitúa y la pertenencia ontológica de los procesos y los contenidos del pensamiento.

 

Una opción de naturalización aparece como un proyecto viable en tanto procura unificar ontológicamente los procesos y los contenidos del pensamiento sin que ello signifique una reducción del plano biológico al cultural y viceversa. Para ello, es necesaria una re-conceptualización del concepto de self según la cual el desarrollo psicológico y el andamiaje cultural se entrelazan en la conformación del sujeto. Aunque este argumento no es novedoso, sí lo es la tipología que propone Bloch (2011) en la que la dimensión nuclear, mínima y narrativa del Self son analíticamente diferenciables. La antropología podría pasar a tomar en cuenta este modelo analítico para aproximarse a la psicología de la conformación de los contenidos de pensamiento y en el marco de esa sinergia, proponer reflexiones de corte menos comprometido con el culturalismo o el biologicismo como extremos innecesarios.

 

Lo anterior puede servir: 1. Como un insumo preliminar de un trabajo más arduo, consistente en volver a situar la antropología en el concierto de programas de investigación más amplios, como el de las ciencias cognitivas; 2. Para emprender indagaciones sobre la confirmación de las subjetividades desde un posicionamiento epistemológico compartido entre la psicología y la antropología; y 3. Como propuesta teórica en construcción consistente en tres dimensiones (naturalismo / minimalismo / cognitivismo) con capacidad explicativa sobre expresiones identificables del problema de la situación de los procesos cognitivos en contextos ecológicos diversos.

 


 

Agradecimientos

 

El desarrollo y la publicación de este artículo deben mucho al acompañamiento intelectual del Dr. Carlos Reynoso durante mis estudios de Maestría y hasta la actualidad, así como a los aportes críticos sobre una versión preliminar del manuscrito que recibí de los Dres. José Antonio Castorina, Mariana García Palacios y Ana Carolina Hecht; también a algunas ideas discutidas durante meses con la antropóloga Claudia Piedrahita y las cuidadosas revisiones de los miembros del comité editorial de la Revista Luna Azul.

 


 

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1.       Una versión preliminar de este artículo hace parte de la disertación de maestría del autor, presentada a FLACSO-Argentina y a la Universidad Autónoma de Madrid en diciembre de 2014.

2.         Antropólogo. Mg. Psicología Cognitiva y Aprendizaje. Becario Colciencias - Doctorado en Estudios Territoriales. ICSH. Universidad de Caldas, Colombia. ORCID: 0000-0002-2395-6684 This email address is being protected from spambots. You need JavaScript enabled to view it.

3.       Para hacer justicia al argumento de Searle, es preciso anotar que no se trata de validar sin reflexión la primacía de una perspectiva dualista sobre sujeto y objeto, ni tampoco de una exaltación de una única forma de producción de conocimiento, con base exclusivamente en los lineamientos de métodos identificables con una tradición eurocentrista. Más bien, se trata de aludir a la capacidad de objetivación de la experiencia subjetiva propia y ajena. 

4.       Vale la pena anotar que esto no implica un compromiso con la linealidad, dando lugar a la consideración de la causalidad como un fenómeno también circular o de multi-determinación (Witherington, 2011).

5.        La dificultad de traducción del concepto de Self es palpable donde quiera que este aparece. Puede señalarse en todo caso que el uso que se hace de este concepto en las tradiciones de pensamiento en psicología, apunta a la inexistencia de algo como el “sí mismo” (en habla inglesa o francesa, por ejemplo, en la psicología cognitiva o el psicoanálisis, predomina la noción de yo) y refiere más puntualmente a los procesos de conformación de la subjetividad en la ontogénesis. Por otro lado, esto no implica que la formulación del pensamiento en otras lenguas no intente superar la separación sujeto-objeto, para integrarlos en procesos e interacciones en la realidad vital de la existencia, sin separaciones y convenciones de simbolización hegemónicas.

6.       El propósito expositivo del artículo emplea el término “minimalismo” al margen de la connotación a un movimiento artístico particular. Se refiere en lugar de ello, a una tipología construida por el antropólogo Maurice Bloch (2011) para el análisis de la subjetividad, según la cual existe una dimensión mínima del self que será aclarada en lo que queda del texto.

7.       Este planteamiento reconoce el valor que tienen las condiciones contextuales para movilizar las acciones y coordinarlas. Sin embargo, no hace referencia exclusiva a lo estructurado social (cfr. Radcliffe-Brown, 1986; Douglas, 1983), ya que incluye dentro de lo contextual a las condiciones psicológicas internas apoyadas en marcadores somáticos (Llinás, 2003; Damasio, 1999), así como adaptaciones biológicas que sirven de apoyo a las acciones coordinadas, por ejemplo inferir hacia dónde miran los otros, gracias a la diferencia cromática entre la pupila y el resto visible del globo ocular (Tomasello, 2007).

8.        Es importante señalar que hay niveles del lenguaje en los que se aplica información procesada a nivel inconsciente, como lo son las reglas gramaticales para el hablante nativo de alguna lengua en particular.

9.       Sobre los desarrollos en psicología cognitiva, psicología evolucionaria y neurociencia social cognitiva, véase: Tooby y Cosmides, 1995; Baumard, 2007; Cacciopo y Berntson, 2002; Rivière, 1987).

10.   El sentido otorgado aquí a la “relevancia” es diferente del que desarrollan Wilson y Sperber (2004). Estriba en la relación que los rasgos semánticos y sus disposiciones en un dominio, guardan con un dominio diferenciado, así como el grado de realidad psicológica que los constructos analíticos representan con respecto a las formas de organización del pensamiento nativo (Tyler, 1969: 343 y sigs.).

11.   Los patrones de acción fijos consisten en “conjuntos de activaciones motoras automáticas y bien definidas, algo así como “cintas magnéticas motoras”, que cuando se activan producen movimientos bien delimitados y coordinados” (Llinás, 2003: 155). Su relación con la dimensión psicológica está en que liberan al sí mismo del empleo de recursos cognitivos como la atención, de modo innecesario.

12.    La hipótesis de Sapir-Whorf en antropología lingüística conlleva el planteamiento de que la percepción es penetrable en relación con el procesamiento del lenguaje, hasta tal punto que la estructura de la lengua determina unidireccionalmente la percepción. Existe en la actualidad, no obstante, suficiente evidencia empírica para demostrar que dicha tesis es insostenible, puntualmente por el hecho de que confunde los niveles del procesamiento perceptivo con la lexicalización de lo que se percibe (Véase, Kay et, al, 1991; Reynoso, 2014).

 


 

 

Para citar este artículo: Lozano-Rivera, C. E. (2016). Antropología psicología: naturalismo, minimalismo y cognitivismo. Revista Luna Azul, 43, x-x. Recuperado de http://200.21.104.25/lunazul/index.php?option=com_content&view=article&id=203

 


 

 

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