UNA APROXIMACIÓN ECONÓMICA A LOS DERECHOS COLECTIVOS Y SUS MEDIOS DE PROVISIÓN: EL CASO DE LOS DERECHOS AL “MEDIO AMBIENTE SANO” Y AL “MANEJO Y APROVECHAMIENTO RACIONAL DE LOS RECURSOS NATURALES”1

 

Daniel A. Monroy C.2

 

Recibido el 16 de enero de 2014, aprobado el 6 de mayo de 2015 y actualizado el 29 de octubre de 2015

 

DOI: 10.17151/luaz.2016.42.9

 

RESUMEN

 

El presente trabajo tiene dos objetivos: (i) Demostrar que la característica de los derechos colectivos relacionada con no exclusión de los beneficios derivados de los “medios” de provisión y de los “objetos” sobre los que aquellos recaen, es una idea consistente con la característica que, desde la perspectiva microeconómica, define simultáneamente a los denominados como recursos no excluyentes. (ii) Demostrar que al analizarse los derechos colectivos desde la perspectiva mencionada, ello supone retos inadvertidos por la doctrina jurídica tradicional, y relacionados con la adecuada provisión de los derechos, ello, por los problemas adjudicados comúnmente a la lógica (olsoniana) de la acción colectiva. El trabajo se refiere estrictamente a los derechos relativos al medio ambiente y el uso de recursos naturales.

 

PALABRAS CLAVE

 

Medio ambiente, recursos naturales y conservación, análisis de la decisión colectiva, bienes públicos.

 

AN ECONOMIC APPROACH TO COLLECTIVE RIGHTS AND THEIR MEANS OF PROVISION: THE CASE OF RIGHTS TO “HEALTHY ENVIRONMENT” AND  TO “RATIONAL MANAGEMENT AND USE OF NATURAL RESOURCES”

 

ABSTRACT

 

This article has two main objectives: (i) To demonstrate that the collective rights characteristics related to inclusiveness of the benefits derived from the “means” of provision and the “objects” on which those fall, is a consistent idea with the characteristic that from the microeconomic perspective, defines simultaneously the so-called not exclusive resources; (ii) To demonstrate that when collective rights are analyzed from the perspective mentioned above,  this suppose challenges unnoticed by the traditional legal doctrine and related with the adequate provision of collective rights, which happens because of the problems commonly allotted to the logics   (Olsonian) of collective action. This work refers strictly to collective rights related to the environment and the use of natural resources”.

 

KEY WORDS: Environment, natural resources and conservation, analysis of collective decision-making, public goods.

 

Clasificación JEL. K32, Q21, Q30, D70, H41.

 


 

1.- DEL DERECHO A LA ECONOMÍA: DERECHOS COLECTIVOS COMO BIENES O RECURSOS NO SUJETOS DE EXCLUSIÓN

 

Los artículos 78 y ss. de la Constitución colombiana establecen el régimen básico de los denominados “derechos colectivos” en el país. Dentro de estos cabe resaltar que el artículo 79 alude al derecho de las personas a gozar de un ambiente sano, así como, el deber del Estado de proteger la diversidad e integridad del ambiente, y conservar las áreas de especial importancia ecológica. Por su parte, el artículo 80 establece el deber del Estado de planificar el manejo y aprovechamiento de los recursos naturales, garantizar su desarrollo sostenible, su conservación, restauración o sustitución. Más adelante, el artículo 88 confiere la facultad al legislador para que regule las acciones jurisdiccionales (vgr. acciones populares) para la protección de “derechos colectivos” relacionados incluso con el ambiente y otros de similar naturaleza definidos en la Ley.

 

En este orden, mediante Ley 472 de 19983 se desarrolló el mencionado artículo 88 constitucional, y dentro de aquella (art. 4) se indicó que en el catálogo de derechos colectivos se encuentran: (i) “El goce de un ambiente sano, de conformidad con lo establecido en la Constitución, la ley y las disposiciones reglamentarias” (Art. 4 lit. a.), y (ii):

 

La existencia del equilibrio ecológico y el manejo y aprovechamiento racional de los recursos naturales para garantizar su desarrollo sostenible, su conservación, restauración o sustitución. […], así como los demás intereses de la comunidad relacionados con la preservación y restauración del medio ambiente. (Art. 4 lit. c.)

 

Anticipadamente, el hecho de que los derechos en mención posean, y deban entenderse en clave de naturaleza “colectiva”, supone importantes connotaciones en lo que se refiere al manejo jurídico de los mismos.

 

Ciertamente, desde el punto de vista doctrinal y jurisprudencial, buena parte de las nociones acerca de los derechos de naturaleza colectiva, evidencian la posibilidad de definir estos a partir del contraste con los derechos de naturaleza individual4. Concretamente, se suele afirmar que mientras que de estos últimos pueden existir incluso titulares comunes dentro de un grupo de personas determinadas o determinables5, respecto de aquellos, suelen ser titulares, un grupo indeterminado o indeterminable de personas6.

 

De manera que, la característica de la determinación o no en la titularidad del derecho es un criterio que –conforme la doctrina– permite diferenciar entre derechos colectivos, por un lado, y derechos subjetivos o individuales por el otro7.

 

Valga agregar que, la hipotética titularidad indeterminada propia de los derechos colectivos, apareja consigo lo que un segmento de la doctrina denomina como la “indivisibilidad y la “transindividualidad” del derecho. Sobre el particular, según Da Silva, en este caso, “[existe] entre los destinos de los interesados una unión tan firme, que la satisfacción de uno solo implica necesariamente la satisfacción de todos; y recíprocamente, el daño de uno constituye ipso facto, el daño de la colectividad entera” (Da Silva, 2004, p. 83)8.

 

Empero, en lo que tiene que ver concretamente con los derechos colectivos en general, es importante evidenciar que, el hecho que de estos se reputen titulares indeterminados o indeterminables, así como que de ellos se reputen propiedades de indivisibilidad y transindividualidad, pueden ser características desorientadoras en aras de ofrecer una conceptualización acerca de estos derechos; ello, dado que en algunos ámbitos doctrinales (sobre todo en el Derecho comparado), constituyen expresiones diferentes, los denominados derechos “difusos” por un lado, y los derechos “colectivos” por el otro. En concreto, si bien se acepta que la indivisibilidad y transindividualidad son características comunes a los derechos difusos y colectivos (Da Silva, 2004, p. 83; Gidi, 2004a, p. 30; Zaneti, 2004, pp. 46-47)9, la indeterminación en la titularidad es una característica propia de los “derechos difusos”, los cuales ciertamente pueden diferenciarse de lo que otros segmentos de la doctrina (sobre todo en el Derecho comparado) denominan precisamente como derechos colectivos10.

 

En este orden, pese a lo problemático que puede ser proponer una noción general de los “derechos colectivos”11, consideramos particularmente acertada la propuesta de Bujosa (1995), dado que (i) sintetiza en una sola idea la característica de la indeterminación de la titularidad del mismo y la indivisibilidad12 del derecho en sentido material, (ii) supera la cuestión de definir estos derechos a partir del simple contraste con los derechos de naturaleza individual, y además (iii) encuentra reflejos explícitos e implícitos en la jurisprudencia local, y es apreciada por algunos sectores doctrinales13. De manera concreta, el autor en comento hace mención a los intereses colectivos, e indica que estos aluden a “[…] bienes no susceptibles de apropiación exclusiva, son intereses de cada uno y a la vez de todos los miembros del grupo, en los que todos son titulares pero ninguno de ellos es propiamente el titular en sentido clásico” (Bujosa, 1995, p. 81)14.

 

Como se puede constatar, la definición de los derechos colectivos defendida por Bujosa (1995) acentúa dos características a saber: (i) la titularidad indeterminada del derecho, en contraste con la titularidad determinada –en el sentido clásico– que bien se puede reputar de derechos subjetivos o individuales15. Y por otro lado, (ii) que la definición alude a la indivisibilidad del derecho (vgr. interés de uno e interés de todos), la cual denomina como “imposibilidad de apropiación individual exclusiva”, en otras, la no exclusión del derecho –este último al cual se denomina concretamente como “bien”–16.

 

Con todo, de la conjunción entre las dos características recién mencionadas –y con más razón como consecuencia de la indivisibilidad del derecho– surge una interesante cuestión acerca de la comprensión de la “propiedad” de los mismos que –estimamos– no se advierte explícitamente por la perspectiva jurídica tradicional, mucho menos, las consecuencias en los comportamientos individuales que de ella se derivan.

 

Para complementar este argumento inicial, es de evidenciar que a nivel jurisprudencial se han propuesto nociones de los derechos colectivos que hacen especial acento en la imposibilidad de apropiación como característica delimitante de estos derechos. Sobre el particular, y a título ilustrativo, la jurisprudencia local –tanto del Consejo de Estado, como de la Corte Constitucional– se ha referido en el siguiente sentido:

 

La distinción entre intereses subjetivos y colectivos de un grupo depende de la posibilidad de apropiación exclusiva de los objetos o bienes materiales o inmateriales involucrados en la relación jurídica. Así, de los derechos colectivos puede afirmarse que a pesar de pertenecer a todos los miembros de una comunidad ninguno puede apropiarse de ellos con exclusión de los demás; en tanto que en relación con los derechos individuales, cada uno de los sujetos que pertenecen al grupo puede obtener la satisfacción de su derecho de forma individual y en momento diferente o puede ejercerlo con exclusión de los demás, y solo por razones de orden práctico pueden reclamar conjuntamente la indemnización cuando han sufrido un daño por una causa común, sin perjuicio de las acciones individuales que cada uno pueda iniciar.17

 

Como se puede constatar, (i) la misma jurisprudencia local –haciendo eco quizá de la doctrina nacional y foránea arriba citada– se ha aproximado a la noción de los derechos colectivos evidenciando la imposibilidad en la apropiación individual (que denomina como “no exclusión”) de los derechos en sí –concretamente de los beneficios materiales o inmateriales– que de estos se derivan. (ii) Por otro lado, evidencia que dicha imposibilidad en la apropiación se reputa de los “objetos” o bienes materiales involucrados en el derecho.

 

No obstante, es de mencionar que de dotarse de valor normativo a la definición de los derechos colectivos, incluyendo como característica definitoria de estos, la imposibilidad de exclusión en la forma descrita, ello implicaría que en realidad varios de los derechos catalogados explícitamente como derechos colectivos en la regulación colombiana, en realidad, desde una perspectiva material, no lo son18, 19. A este respecto, se argumentará que efectivamente no todos los derechos catalogados explícitamente en la regulación local como de naturaleza colectiva, y más concretamente el “objeto” sobre el cual recae el derecho, no responden a dicha propiedad de no exclusión. Empero, en lo que se refiere a los derechos (materia de estudio) relativos al “goce de un ambiente sano”, así como, el derecho al “manejo y aprovechamiento racional de los recursos naturales”, la característica de no exclusión es una circunstancia que –al margen de una definición general y/o de la inclusión explícita dentro del catálogo de derechos colectivos– en todo caso, se encuentra presente en estos, no como consecuencia de una decisión de Estado sino por la naturaleza misma de los recursos en juego.

 

Así, el presente trabajo se circunscribe a dos hipótesis descriptivas, la segunda dependiente de la primera. Por un lado (hipótesis independiente) que la característica de los derechos colectivos relacionada con la imposibilidad de exclusión en la apropiación individual de estos, y específicamente la no exclusión de los beneficios materiales o inmateriales derivados de la provisión y garantía de los “objetos” sobre los que aquellos recaen, es una idea que es teóricamente consistente con la característica que desde la perspectiva microeconómica define simultáneamente a los denominados bienes o “recursos comunes”, y los “bienes públicos” (que en conjunto hemos denominado recursos no excluyentes). Por otro lado (hipótesis dependiente) que al analizarse los derechos colectivos desde la perspectiva de los recursos no excluyentes, ello supone importantes retos inadvertidos por la doctrina y relacionados con la adecuada provisión y/o garantía de los derechos colectivos, ello, por los problemas comúnmente adjudicados a la “lógica de la acción colectiva”.

 

Ahora, se insiste en que la demostración de las hipótesis indicadas, se referirá estrictamente a los derechos relativos al “goce de un ambiente sano”, así como, el derecho al “manejo y aprovechamiento racional de los recursos naturales”, y por tanto, no se pretende hacer una generalización exhaustiva hacía todos los derechos catalogados como colectivos, ello, incluso por el hecho –como se ha anticipado– de que stricto sensu no todos los derechos responden a dicha propiedad de la imposibilidad de exclusión en la apropiación individual.

 

Con todo, para efectos de demostrar las hipótesis señaladas, el trabajo se divide en cinco partes, incluyendo la presente. En la segunda parte se describirán algunas nociones microeconómicas generales respecto del “derecho de propiedad”, y en específico respecto a la caracterización de los bienes o “recursos comunes” y los “bienes públicos”, a los que en conjunto hemos denominado como recursos no excluyentes. En la tercera parte, tomando como base los elementos conceptuales descritos en la sección anterior, se defenderá la tesis de que si bien la propiedad de no exclusión –y no rivalidad– está presente recurrentemente en los “medios” de garantía o provisión de los derechos colectivos, no es cierto que estas mismas propiedades –tal como se entienden desde la perspectiva económica– estén comúnmente presentes en el “objeto” sobre el cual recae el derecho. Empero, en subsección aparte (en contraste con otros derechos colectivos) se demostrará que en lo que tiene que ver con el medio ambiente sano y el aprovechamiento racional de los recursos naturales, estos pueden adquirir concepciones de recursos no excluyentes, y que dicha característica de no exclusión es derivada de la naturaleza misma de los recursos en juego más que de una decisión de Estado. En la cuarta parte se efectuará una aproximación desde el Análisis Económico del Derecho respecto de las implicaciones que supone analizar consistentemente los derechos al medio ambiente sano y el aprovechamiento racional de los recursos naturales en clave de recursos no excluyentes. Al respecto, se argumentará que a la adecuada provisión de tales derechos se aparejan problemas comúnmente adjudicados a la lógica (olsoniana) de la acción colectiva. Lo anterior permite pronosticar que el ejercicio de los “medios” dirigidos a proveer el recurso no excluyente no será efectivo a menos que exista coerción o “incentivos selectivos” que estimulen el correspondiente comportamiento individual. Corolario normativo de dicho pronóstico es que entonces, en estos casos, la función del lawmaker se dirige a estimular –a través de las normas jurídicas– el ejercicio de los “medios” dirigidos a proveer el recurso no excluyente. En la quinta y última parte del trabajo –a título meramente propositivo y de discusión– se sintetizan algunas ideas acerca de posibles incentivos externos dirigidos a estimular la acción colectiva, concretamente, dirigidos a incentivar la utilización de los “medios” dirigidos a proveer recursos no excluyentes tales como los derechos al “medio ambiente sano” y al “aprovechamiento racional de los recursos naturales”. Para efectos, se expondrán algunas experiencias del derecho foráneo que bien pueden dar algunas ideas dirigidas a incentivar la utilización de los medios de provisión tales como las “acciones –judiciales– colectivas”.

 

2. DE LA ECONOMÍA AL DERECHO: LOS BIENES O RECURSOS EN CLAVE DE LAS PROPIEDADES DE EXCLUSIÓN Y RIVALIZACIÓN

 

 

Conforme la Tabla 1, y conforme la perspectiva microeconómica, los recursos presentes en la realidad pueden agruparse y definirse a partir de dos características independientes, (i) la posibilidad o no de exclusión, y (ii) la posibilidad o no de rivalidad. En este orden, “[…] un bien resulta excluible cuando es posible impedir que lo utilice una persona […] [y] es rival cuando su uso por parte de una persona reduce [altera] su uso por parte de otra” (Mankiw, 1998, p. 142)20. A contrario sensu, un recurso resulta no excluible cuando no es posible evitar que otra persona también lo consuma, y no es rival cuando la “oferta es conjunta”, esto último “[cuando] el consumo del mismo [recurso] por una persona no reduce la cantidad disponible para cualquier otra” (Hardin, 1991, p. 83).

 

Así, desde la perspectiva económica, la presencia o no de la propiedad de la exclusión, combinada con la presencia o no de la propiedad de la rivalización da lugar a perfilar cuatro tipos de recursos:

 

Si el recurso es posible excluirlo y rivalizarlo se trata entonces de un “bien privado”.

Si el recurso es posible excluirlo, pero no puede ser rivalizado, entonces se trata de un bien público con exclusión o bien “club” (Perloff, 2004, p. 672) o algunos lo denominan como “recurso anti-común” (Heller, 1998)21.

Si el recurso no es posible excluirlo ni rivalizarlo, entonces se suele denominar un “bien público”.

Si el recurso no es posible excluirlo pero sí rivalizarlo, entonces se trata de un “recurso común”.

 

Dadas las hipótesis señaladas en la sección precedente, es menester concentrarnos –desde la perspectiva microeconómica– en los bienes públicos y los recurso comunes, pues son aquellos de los que se reputa dicha característica de no exclusión. Para efectos prácticos y para prevenir ambigüedades, cuando nos refiramos a recursos no excluyentes nos estaremos refiriendo al género de recursos en el cual los “bienes públicos” y los “recursos comunes” constituyen especie.

 

Empero, previo a sintetizar las nociones de “bienes públicos” y los “recursos comunes”, es menester introducir algunas precisiones respecto a los que denominamos como recursos no excluyentes: por un lado hay que decir que, (i) aunque resulte útil tratar teóricamente a los recursos no excluyentes “puros” (Samuelson, 1955), en realidad no existen casos que se identifiquen plenamente con este tipo de bienes, lo cual es particularmente cierto si de lo que se trata es de entes físicos –incluidos los recursos ambientales–. Misma situación se da respecto de recursos cuyo consumo sea “aparentemente” no rival22. En general, lo que se encuentra en la realidad son recursos “impuros” en el sentido de que todos son el resultado de una mixtura entre bienes públicos “puros” y bienes privados “puros”, empero, doctrinalmente se suele hacer un análisis de los recursos en condiciones “puras”, o si se quiere –teóricamente– ideales (Shepsle y Bonchek, 1997, p. 262). Por otro lado, (ii) tal como lo sugiere Snidal (1991) la noción de “no exclusión”23 puede ser discutida consistentemente bajo el título de derechos de propiedad –privada–. Según el autor, la exclusión o no de un recurso se puede traducir en la existencia de algún mecanismo que permita determinar y controlar a los beneficiarios (o no beneficiarios) de los propios beneficios derivados del uso del recurso, en sus propios términos, la exclusión alude concretamente a la posibilidad fáctica de “controlar” quién se apropia o no del recurso24. Finalmente, (iii) que dicho “control” acerca de los beneficiarios y los beneficios se puede referir a múltiples circunstancias que superan pero que incluyen sin embargo la concepción del derecho de propiedad conforme esta se entiende tradicionalmente por parte del Derecho. Así, con este esquema pueden analizarse circunstancias tales como la del sujeto que hace uso individual y, por tanto, se beneficia de sus bienes materiales con exclusión de los demás individuos (idea esta que es ciertamente coherente con la concepción jurídica del derecho de propiedad); pero también, pueden analizarse otras circunstancias como la de aquel sujeto que interpreta un instrumento musical en la playa, sin que puede “controlar” el uso y, por tanto, los beneficios que se le generan a otros individuos por la producción del recurso, idea esta que es difícilmente encuadrable en la concepción jurídica tradicional de los derechos de propiedad.

 

Efectuadas estas aclaraciones, podemos afirmar que un recurso o “bien público” es aquel que se distingue de un bien privado en el sentido de que (i) es de “oferta conjunta”, esto es que el consumo que una persona hace del bien no altera el consumo que otra persona pueda hacer del mismo bien, y (ii) que no es excluyente en el sentido que si el recurso está al alcance de un individuo, lo está también prima facie al alcance de todos los demás (Snidal, 1991, pp. 174-175)25. Los ejemplos típicos descritos en la literatura sobre bien público incluyen casos tales como la defensa nacional, los faros, el control preventivo de plagas, las alarmas contraincendios, externalidades positivas relacionadas con la generación de nuevo conocimiento, la información, el sonido de la música, algunos recursos ambientales tales como el aire limpio, los beneficios propios de la reforestación y el paisaje, etc. También se pueden encajar acá ciertas externalidades negativas tales como la contaminación, el ruido, una enfermedad contagiosa, etc.26

 

A su turno, un “recurso común” es aquel que (i) tampoco es posible impedir eficientemente su exclusión, pero, (ii) el uso individual que se haga de él –a diferencia del bien público– sí altera el posible uso que sobre el mismo pueda hacer otro individuo (si es rivalizable). Los casos típicos sobre recursos comunes referenciados en la literatura suelen ser: los recursos pesqueros en aguas internacionales, los bosques abiertos, las praderas públicas para pastoreo, el agua presente en la naturaleza, algunos recursos naturales no renovables –bajo ciertas circunstancias–27, e incluso el medio ambiente en sí mismo (Bernanke y Frank, 2007, p. 381).

 

Ahora, es preciso advertir que desde la perspectiva económica, la “no exclusión” es una propiedad del recurso –que hemos denominado como recurso no excluyente– que puede estar determinada por una decisión de Estado o de la sociedad en sí, pero también por la naturaleza del recurso en sí mismo28. Sin embargo, cualquiera que sea el caso, lo relevante es que, tratar de excluir a los beneficiarios en el caso de un recurso no excluyente es una acción que se considera antieconómica, esto es, que los costos individuales asociados a ejecutar la acción superan los beneficios consecuencia de la misma. Así por ejemplo, evitar que alguien en concreto reciba los beneficios individuales que devienen de contemplar un agradable paisaje (un típico bien público) es una acción que sería económicamente irracional, aunque acá, la no rivalidad en el consumo genera que el consumo del bien por un individuo (vgr. un sujeto contemplando el paisaje, un ciclista que transita por él) no altera el consumo que otro individuo pueda hacer del mismo recurso. Para el caso de los recursos comunes por ejemplo, controlar cierto tipo de pesca en alta mar, controlar la explotación de una mina o evitar la contaminación de un río –en ciertos casos– son acciones cuyos costos son de tal magnitud que nadie está dispuesto a asumirlos individualmente, y si lo hace, el resultado será ineficiente, sin embargo, en este caso, a diferencia del “bien público” la rivalización en el consumo sí produce que el consumo del bien por un individuo (vgr. un barco pescando en alta mar, una empresa que arroja agentes químicos a un río, o una petrolera que extrae un barril de petróleo de la tierra) altere el consumo de otros individuos29.

 

En contraste, es difícil concebir recursos que posean la característica de la no rivalización (oferta conjunta) por una razón diferente a la propia naturaleza del mismo. La reiterada utilización de “las ideas” –recurso inmaterial– como ejemplo típico de recurso común se debe al hecho de que aquellas pueden ser consumidas indefinidamente sin que incluso un alto nivel de consumo o de consumidores altere el contenido de la idea o modifique el comportamiento de los demás agentes; así, saber conducir un vehículo o saber interpretar una canción no afecta ni impide que n cantidad de personas también lo hagan y no afecta tampoco el contenido de la idea. En el caso de los recursos físicos, la no rivalización en el consumo es una circunstancia de la que es difícil encontrar un caso fáctico plenamente consistente, aunque al menos, el ejemplo es teóricamente plausible, y en todo caso la no rivalización es consecuencia de la propia naturaleza del recurso. Así, el caso del paisaje, aunque en principio pueda tratarse como un bien cuya oferta es conjunta, bajo ciertas circunstancias (vgr. cuando se construye una edificación que bloquee la vista del propio paisaje a un individuo) el consumo que del recurso hacen ciertos agentes ciertamente altera el consumo de otros30.

 

Con todo, los problemas comunes y asociados a la existencia de los recursos no excluyentes son relativamente predecibles. Simplemente digamos –a manera de síntesis– que si se consideran necesarios, no existen los suficientes incentivos para que estos sean producidos (Perloff, 2004, p. 673; Nicholson, 2005, p. 683); además, generan comportamientos tipo free-rider (Ostrom, 2011, p. 43), o en general, no permiten una revelación adecuada de las preferencias de los consumidores (Chamberlin, 1991, pp. 156-157; Varian, 1996, pp. 616-618; Perloff, 2004, p. 675; Nicholson, 2005, p. 684). En uno y otro caso, el fondo del problema es que dado que los demandantes del recurso no pueden apropiarse enteramente los beneficios de tales recursos, entonces, las soluciones de mercado no dan respuesta adecuada en lo que respecta a la provisión adecuada de los mismos (Snidal, 1991, pp. 192-194; Varian, 1996, p. 606; Arias, 2004, p. 188; Nicholson, 2005, p. 546); en otros términos, como lo hemos señalado en un trabajo anterior, en estos casos existe una descoordinación entre intereses individuales e intereses colectivos (Monroy y Pinzón, 2012, p. 28 y ss).

 

Para el caso específico de los bienes comunes, es de agregar que la rivalidad en el consumo genera además problemas de explotación excesiva, lo que en últimas puede llevar a la extinción misma de este (Hardin, 1968; Perloff, 2004, p. 680; Fuentes, 2007), con lo cual, todos los beneficiarios de la explotación se ven simultáneamente afectados por la decisión de los otros explotadores, esto es, se puede decir, mutuamente se generan externalidades consecuencia del mencionado conflicto entre intereses individuales y el interés colectivo (Coase, 1992; Fuentes, 2007, 2009)31.

 

Con todo, nótese que la característica relativa a la imposibilidad de exclusión o apropiación individual de los beneficios derivados del consumo de un recurso es una característica que efectivamente comparten de un lado, los “derechos colectivos” –al menos en la forma como estos se definen desde la perspectiva jurídica tradicional–, y por otro lado, los recursos no excluyentes –al menos en la forma como estos se definen desde la perspectiva económica tradicional–. De suerte que resultaría teóricamente pertinente hacer una aproximación al estudio de los derechos colectivos utilizando para ello la teoría económica relativa a los recursos no excluyentes, teniendo en cuenta sin embargo, la diferenciación correspondiente a la posibilidad de rivalizar o no el consumo, según sea el caso32.

 

Empero, hay que insistir, si bien la noción material que hemos acogido y justificado acerca de los derechos colectivos33 incluye la característica de la no exclusión como elemento fundamental del derecho colectivo, no es cierto que todos los derechos catalogados explícitamente como colectivos respondan consistentemente a tal noción. No obstante, en lo que se refiere a los derechos (materia de estudio) la característica de no exclusión es una circunstancia que efectivamente se encuentra presente en estos. A este punto en concreto se refiere la siguiente sección.

 

3. DERECHOS COLECTIVOS EN CLAVE DE LAS PROPIEDADES DE EXCLUSIÓN Y DE OFERTA CONJUNTA

 

Como se resaltó, el catálogo de “derechos colectivos” contenidos en la Constitución colombiana y en la Ley 472 de 1998 incluye derechos referidos a situaciones de diversa naturaleza, tales como el “goce del medio ambiente sano” y el “manejo y aprovechamiento racional de los recursos naturales” (objetos de estudio en el presente documento), pero también se encuentran otros derechos tales como “la seguridad y prevención de desastres previsibles técnicamente” (Art. 4 lit. l.) y, “el acceso a los servicios públicos y a que su prestación sea eficiente y oportuna” (Art. 4 lit. j.).

 

Frente a los derechos enunciados, vale decir, es insostenible afirmar –como lo señala la doctrina jurídica destacada en la sección primera de este texto– que en lo que se refiere a la imposibilidad en la apropiación individual, esto es la “característica de no exclusión” en los beneficios relativos a su uso o consumo, todos estos derechos cumplen de igual forma con esta propiedad. Esta circunstancia ciertamente genera inconsistencias en el tratamiento teórico de los derechos en comento, y problemas prácticos que parece ser han sido inadvertidos por la propia doctrina.

 

En efecto, nótese que conforme al lenguaje utilizado hasta este momento se ha sido cuidadoso en hablar de los “derechos colectivos” como categoría objeto concreta de estudio, y no de los recursos comprendidos dentro de estos derechos, y tampoco de los “medios” para que tales recursos sean provistos o garantizados. En este orden, hay que precisar, (i) el género corresponde efectivamente al “derecho colectivo” –por ejemplo en nuestro caso– el “derecho” al aprovechamiento racional de los recursos naturales, y dentro de este se encuentran dos elementos constitutivos, por un lado, (a) el “objeto” en el que se concretiza el derecho, esto es, la existencia de recursos naturales racionalmente aprovechados, y por otro lado, (b) los “medios” para que dicho aprovechamiento racional de los recursos sea provisto o garantizado.

 

Así las cosas –y siguiendo con el ejemplo– (a) el “objeto”, entendido como la existencia de “recursos naturales racionalmente aprovechados” constituye un estado de cosas, es decir, una circunstancia que puede ser verificada o no en la realidad34. Por su parte, (i) el “derecho” –colectivo– se refiere a un reconocimiento explícito que el Derecho hace para que dicho estado de cosas sea provisto o garantizado, en el ejemplo, que dichos recursos estén siendo efectivamente aprovechados racionalmente. A dicho reconocimiento se le aparejan (b) “medios”, mecanismos de tutela judicial tales como las “acciones populares”35, sin las cuales, quizá dichos derechos no serían más que garantías morales a cargo de la administración y la sociedad en general36. En cada uno de estos tres ámbitos de aproximación se derivan beneficios materiales e inmateriales para los individuos estrechamente vinculados entre sí que en ocasiones resultan excluyentes, pero que otras veces, no lo son37.

 

Cuando la doctrina advierte que los derechos colectivos son aquellos no susceptibles de apropiación individual, esto es que no son excluyentes, parece estar refiriéndose efectivamente al (i) género, sin distinguir entre (a) el objeto, el recurso sobre el que recae el derecho, y (b) el medio para que dicho recurso sea provisto. Esta ausencia de distinción entre los elementos constitutivos del (i) derecho, ciertamente genera incoherencias en el tratamiento del propio derecho, ello en la medida en que no es cierto que la característica de no exclusión sea una propiedad que pueda reputarse comúnmente del (a) objeto o (b) del medio en todos los casos. En concreto, la tesis que se pretende defender en esta sección es que, si bien la propiedad de no exclusión –y no rivalidad– está presente recurrentemente en los “medios” de garantía o provisión del derecho38, no es cierto que estas mismas propiedades –tal como se entienden desde la perspectiva económica– estén comúnmente presentes en el “objeto” sobre el cual recae el derecho.

 

Para efectos de la tesis propuesta, tomaremos independientemente tres derechos catalogados explícitamente en la regulación como derechos colectivos: (i) el derecho al “acceso a los servicios públicos y a que su prestación sea eficiente y oportuna”; (ii) el derecho a “la seguridad y prevención de desastres previsibles técnicamente”; y conjuntamente –nuestro objeto principal de estudio– (iii) los derechos al “medio ambiente sano” y al “manejo y aprovechamiento racional de los recursos naturales”.

 

Ahora, en lo que se refiere específicamente a los derechos objeto de estudio, se defenderá en concreto que la propiedad de no exclusión es una circunstancia que en todo caso se encuentra presente tanto en el “medio” como en el “objeto” a los que se refieren los derechos, y ello sucede, no como consecuencia de una decisión de Estado sino por la naturaleza misma de los recursos, esto es, el “objeto” sobre el que recae el derecho en cada caso. Por otro lado, en lo que se refiere a la no rivalidad en el consumo, esta es una propiedad que en lo que respecta a los derechos colectivos en comento, aparece intermitentemente. De suerte que, puede decirse, los derechos colectivos objeto de análisis adquieren la forma ya sea de “bienes públicos”, de “recursos comunes”, y en general, de recursos no excluyentes.

 

3.1. El derecho al “acceso a los servicios públicos y a que su prestación sea eficiente y oportuna” como derecho sujeto a exclusión y rivalización – bien privado

 

Sobre este derecho, el caso paradigmático es el de los servicios públicos domiciliarios como especie de servicios públicos.

 

A este respecto, la Ley 142 de 1994, en desarrollo de la Constitución Política colombiana, estableció la libertad de entrada y la libertad empresarial como principios fundamentales en la prestación de los servicios públicos domiciliarios (Art. 10), también estableció como obligación de las empresas prestadoras –en desarrollo de su función social– asegurar que los servicios se presten en forma continua y eficiente, y sin abuso de la posición dominante (Art. 11.1), asimismo, el Art. 34 estableció una serie de prohibiciones a los prestadores, entre ellas, no cobrar tarifas que no cubran los gastos de operación, así como, no prestar el servicio de manera gratuita o a precios inferiores al costo; por su parte, el Art. 90.2 incluye dentro de los elementos de las fórmulas tarifarias a aplicar a los usuarios del servicio “[…] un cargo fijo que refleje los costos económicos involucrados en garantizar la disponibilidad permanente del servicio para el usuario”.

 

Lo anterior para evidenciar que al menos en lo que se refiere al régimen de servicios públicos domiciliarios y conforme incluso con la jurisprudencia constitucional y la doctrina referida a las normas de la Ley 142 de 1994 citadas, (i) no resulta admisible la gratuidad en la prestación de los servicios públicos domiciliarios39. Por otro lado, (ii) que la escogencia por parte de la regulación de un régimen de libre competencia en materia de servicios públicos domiciliarios supone la idea de que los mercados, incluso en este sector, generan resultados más eficientes comparativamente con lo que sucede, por ejemplo, en un esquema de monopolios –estatales o privados– (Uribe, 2001, p. 194)40.

 

En este orden, y de cara al derecho colectivo en comento, lo cierto es que el “objeto” en el que se concretiza el derecho, esto es, que exista fácticamente un acceso eficiente y oportuno a los servicios públicos –domiciliarios–, y conforme al esquema regulatorio aplicable a estos servicios, este es difícilmente encuadrable como un recurso no excluyente, de hecho, parece que el “objeto” en este caso encuadra de mejor manera como un recurso susceptible tanto de exclusión como de rivalización, es decir, un “bien privado” conforme se entiende desde la perspectiva económica descrita en la sección segunda anterior de este trabajo.

 

De este modo, en lo que tiene que ver al menos con los servicios públicos –domiciliarios–, lo cierto es que la fórmula seleccionada en el ámbito local para garantizar, proveer el “acceso” en la prestación del servicio se basa en la libre competencia, situación esta que por su propia dinámica da paso a la generación de auténticos mercados (en los que las empresas proveen un servicio, y por lo cual reciben una remuneración), los cuales son por antonomasia mecanismos de exclusión41, y además, que este régimen de libertad se supone genera una prestación “eficiente” del servicio, con lo cual se garantiza al menos uno de los dos fines a los que apunta el derecho colectivo.

 

Por otro lado, el consumo que un usuario hace de un servicio público domiciliario, en general deja menos del recurso a los demás individuos. Así, un metro cúbico de agua o un kWh que consume determinado usuario supone menos del recurso para otros individuos; en similar sentido, cuando un usuario genera un metro cúbico de residuos sólidos, ello puede de alterar –al menos en el largo plazo– el consumo del servicio por parte de otros usuarios. Por tanto, en el caso específico de estos servicios, el recurso es además rivalizable, lo que en definitiva –junto a la exclusión– dota a estos servicios de las características propias de los “bienes privados”42.

 

Vale aclarar, con lo indicado no se pretende sostener que estos derechos deberían entonces ser sujetos de desprotección; simplemente se pretende corroborar el hecho de que la mayoría de las situaciones relacionadas con el acceso a estos servicios (lo cual resulta extensible a otros servicios públicos como los financieros)43 pueden ser analizadas consistentemente en clave de “bienes privados”, y por tanto, conforme a su propia naturaleza, los derechos a los que se refieren estos servicios resultan apropiables y consumibles individualmente con exclusión por parte de los demás.

 

Ahora, la naturaleza de “bien privado” aplicable al “objeto” en el que se concretiza el derecho en comento supone importantes consecuencias en lo que respecta a los “medios” dirigidos a proveer el derecho como tal. Efectivamente, si bien de la consideración jurídica de tratar a estos como “derechos colectivos” deviene la habilitación de “medios” judiciales de provisión tales como las acciones populares, parece ser, son más numerosos los casos en los cuales los individuos utilizan como “medio” para la garantía o provisión del recurso, acciones individuales (incluso de naturaleza administrativa) establecidas en la propia regulación44. En estos casos, existen incentivos económicos (vgr. los beneficios asociados a lograr que individualmente se provea el servicio) que bien pueden justificar los costos asociados a lograr la provisión del recurso.

 

Empero, también es cierto, bajo ciertas circunstancias, al utilizarse ciertos “medios” –en principio individuales– tendientes a proveer el acceso a los servicios, los beneficios derivados de estos no son susceptibles de exclusión. Así, si un usuario individualmente considerado –por ejemplo– requiere individualmente a una empresa de energía la extensión de la red eléctrica hasta su residencia, los resultados de la utilización del “medio” pueden beneficiar simultáneamente a todos sus vecinos; en este caso, probablemente la empresa al extender el servicio hasta quien explícitamente lo solicitó, también lo estará extendiendo, o al menos resultará menos costoso prestarlo a aquellas personas que aunque se beneficien, no lo hayan requerido explícitamente. En este caso se observa cómo los vecinos del usuario original pueden ciertamente beneficiarse –sin incurrir en costos– de la acción individual ejercida por aquel. Es decir, al ejercerse el “medio” tendiente a proveer el derecho para un individuo, no es plausible idear algún mecanismo de exclusión y de rivalidad –eficiente– respecto de los beneficios que genera tal “medio” respecto de otros individuos45. De manera más precisa, en este caso, la utilización del “medio” tendiente a la provisión del recurso, incentiva la aparición de comportamientos tipo free-rider46.

 

Corolario de lo anterior es que, en el caso del derecho –colectivo– al acceso eficiente y oportuno a los servicios públicos –domiciliarios–, ciertas concreciones del “objeto” sobre las que recae el derecho no cumplen con la noción material que hemos acogido y justificado acerca de los derechos colectivos. El hecho de que estas concreciones sean analizables consistentemente bajo la perspectiva de los “bienes privados” es una circunstancia a considerar a efectos de excluirlos del catálogo de derechos colectivos establecidos en la regulación local. Empero, este análisis no es extensible a los “medios” disponibles y dirigidos a proveer el derecho, caso este último en el cual los beneficios derivados de la acción individual por la utilización del “medio” parecieren adquirir la forma de recursos no excluyentes.

 

3.2. El derecho a “la seguridad y prevención de desastres previsibles técnicamente” como derecho no excluyente ni rivalizable – bien público

 

Lo argumentado en el subnumeral anterior no supone que todos los denominados explícitamente como derechos colectivos respondan a la misma lógica expuesta. Así por ejemplo, en el caso del derecho a “la seguridad y prevención de desastres previsibles técnicamente” ocurre una situación bien diferente en lo que a posibilidad de exclusión, así como a la rivalización en concreto se refiere.

 

Sobre el particular, el alcance que la jurisprudencia local le ha dado a este derecho se manifiesta en una obligación del Estado y correlativa garantía de que la sociedad no esté expuesta a posibles alteraciones en las condiciones normales de vida, causadas estas por “[…] fenómenos naturales y efectos catastróficos de la acción accidental del hombre, que demanden acciones preventivas, restablecedoras, de carácter humanitario o social, constituyéndose en un derecho de naturaleza eminentemente preventiva”47.

 

En este orden, el derecho en comento posee una doble expresión, por un lado (i) se manifiesta como una garantía concretizable en un esfuerzo –del Estado– por controlar, evitar y en general prevenir que ocurran eventos catastróficos ocasionados por la naturaleza o por el actuar del hombre que puedan afectar a la sociedad y sus miembros; por otro lado, (ii) en caso de la existencia de un desastre como tal, el derecho se hace exigible como un accionar del Estado dirigido a restablecer las condiciones previas de los afectados por el evento.

 

De este modo, al menos en lo que tiene que ver con la primera expresión del derecho colectivo en comento, en este caso resulta fácticamente imposible aplicar algún mecanismo tendiente a excluir a un individuo de los beneficios de la provisión del “objeto” sobre el que recae el derecho. Supóngase el caso de la construcción de una barrera de contención para prevenir el desbordamiento de un río durante la época invernal, o la demarcación de líneas reflectivas sobre una carretera (medidas positivas), o la prohibición de la construcción de edificaciones sin el cumplimiento de normas sobre sismo-resistencia (medida negativa); en estos casos, los beneficiarios del “objeto” en los que se concretiza el derecho, esto es, de la existencia de la barrera de contención, o de las líneas reflectivas, o de las construcciones sismo-resistentes son efectivamente un grupo indeterminado de personas, y los beneficios que de tal provisión se derivan son ciertamente indivisibles48.

 

Así, excluir a alguien de los beneficios propios de la prevención de desastres supone defender dos opciones igualmente implausibles tanto desde la perspectiva jurídica como económica, por un lado (i) implica defender la idea de que en caso de un desastre natural se pueda determinar ex-ante quién sufrirá los daños y quién no, lo cual contradice la noción misma de “prevención”, además de ser una opción antieconómica49, o (ii) implica aplicar una exclusión general, lo que supone no implementar ninguna de prevención y, por tanto, no cumplir con la garantía que se subsume en el contenido del derecho colectivo en cuestión, lo cual incluso es probablemente ineficiente50.

 

Por otro lado, en este caso el “objeto” sobre el que recae el derecho, esto es, que efectivamente se prevengan fenómenos, eventos catastróficos, es efectivamente un recurso de oferta conjunta (no rivalizable). Así por ejemplo, en el caso de la barrera de contención para prevenir el desbordamiento del río o la existencia de mayor cantidad de construcciones sismo-resistentes en una ciudad, el hecho de que se ubiquen muchos o pocas personas cerca de la barrera, cerca o al interior de la construcción sismo-resistente, no implica que se deje menos protección o que algún individuo en concreto reciba menos protección que otros.

 

En síntesis, lo indicado permite argumentar que en lo correspondiente al “objeto” sobre el que recae el derecho en comento, permite analizar este consistentemente (contrario a lo que sucede con el caso de los servicios públicos –domiciliarios–) en clave de recursos no excluyentes, concretamente como un típico caso de “bien público”.

 

Ahora, la posibilidad de tratar consistentemente el objeto sobre el que recae el derecho a “la seguridad y prevención de desastres previsibles técnicamente” como si se tratase de un “bien público” (la opción opuesta al “bien privado”) supone también ciertos efectos respecto de los “medios” adecuados y dirigidos a proveer el recurso que merecen analizarse.

 

En efecto, supóngase el caso de las líneas reflectivas sobre una carretera. En este caso, es lógico asumir que los beneficios generados (asociados a la prevención de accidentes) son superiores a los costos asociados a “proveer”, disponer de tales líneas, ello, teniendo en cuenta en particular la magnitud de beneficiarios de la acción. Si ello es así, entonces, incluso bajo el supuesto de la aplicación de un análisis costo-beneficio, se infiere que dichos beneficiarios estarían dispuestos a cubrir independientemente –y al margen incluso de una decisión de autoridad– los costos asociados a la provisión del derecho (vgr. pintar las líneas). Sin embargo, esta es una inferencia “lastimosamente” equivocada por múltiples razones que pasamos a resumir.

 

Imaginemos que el costo de pintar las líneas reflectivas en una carretera fuese de $1.000, supongamos además que esta carretera une a dos ciudades y que en cada una de estas habitan 20 personas; asúmase que cada persona estuviese dispuesta a pagar $100 porque las líneas sean provistas; consideremos adicionalmente que los costos de transacción asociados a llegar a un acuerdo entre las 40 personas son de $800, y que los costos individuales asociados a ejercer una acción popular son de $600. Así las cosas, la eficiencia económica ordena que la acción popular sea ejercida, y por tanto, que las líneas sean pintadas dado que ello generaría hipotéticamente un beneficio neto colectivo de $2.40051. Sin embargo, ¿qué sucede si asumimos la posibilidad de problemas en la revelación de preferencias? Por ejemplo: ¿Qué sucede si 2 personas “mienten” acerca de su preferencia y afirman que solo están dispuestas a pagar $1 c/u por la provisión del recurso? –y por supuesto que aquí hay claros incentivos para mentir–. En este caso incluso, los valores pagados por las demás personas lograrían cubrir los costos del recurso, y aun así se genera beneficio neto colectivo, pero ¿qué sucede si –dados los mismos incentivos– 30 personas mienten en cuanto a sus preferencias, y por tanto afirman que solo están dispuesto a pagar $1 c/u por la provisión del recurso? ¿Con qué mecanismos cuenta un individuo para obtener de los demás “la financiación” del ejercicio de la acción popular? Todas estas preguntas llevan a afirmar que asumir que individualmente se ejercerán los “medios” dirigidos a la provisión del derecho “colectivo” es una asunción poco realista.

 

El ejemplo citado permite inferir que en estos casos, la existencia de beneficios netos asociados a la provisión de un recurso no excluyente es insuficiente para incentivar tal provisión. Ciertamente, (i) para recuperar los costos de las líneas reflectivas –en el ejemplo utilizado– es necesario identificar a los beneficiarios de la provisión del recurso en cuestión, pero, tal identificación resulta implausible dada la naturaleza no excluyente ni rivalizable del propio recurso, lo que de paso, supone desvirtuar la titularidad indeterminada incluida en la noción material del derecho colectivo que hemos justificado previamente52. Por otro lado, (ii) asumiendo que se pudiese hacer una identificación más o menos objetiva de los beneficiarios de la provisión del recurso, surge la cuestión de ¿cuánto es el valor del beneficio? En otras palabras, ¿cuánto es el valor a pagar por cada uno de estos beneficiarios? Esta pregunta es relevante por cuanto no se puede asumir que cada uno de los individuos valora de igual manera el recurso, y por tanto, cobrar a cada uno la misma cifra (vgr. a través de un peaje) parece una opción –aunque efectiva– ciertamente arbitraria. Finalmente, aun suponiendo que el anterior obstáculo es superable, lo cierto es que, (iii) existen otros casos tales como el relacionado con la barrera de contención para prevenir el desbordamiento del río, o el de las construcciones sismo-resistentes, en el que aplicar alguna especie de cobro –tipo peaje– a los beneficiarios es fácticamente imposible.

 

El corolario de lo indicado es que, en el evento en que el “objeto” en el que se concretice el derecho colectivo se comporte como un recurso no excluyente, ello supone la imposibilidad de generar algún mecanismo –no arbitrario– que permita revelar las auténticas preferencias individuales (vgr. el valor de la disponibilidad a pagar) acerca de la provisión del recurso, lo cual ciertamente produce comportamientos racionales tipo free-rider, que en últimas determina que no se ejerciten adecuadamente los “medios” (vgr. las acciones populares) asociados a la provisión de los recursos en cuestión.

 

3.3. Los derechos colectivos al “goce de un medio ambiente sano” y derecho al “manejo y aprovechamiento racional de los recursos naturales” desde la perspectiva de la exclusión y la rivalidad

 

Con lo indicado en los subnumerales, consideramos haber demostrado que la propiedad de la no exclusión –y no rivalidad– no es una propiedad necesariamente presente en el “objeto” sobre el que recae el derecho catalogado como colectivo, con lo cual se confirma que, desde una perspectiva material, no todos los derechos catalogados como colectivos responden efectivamente a la característica definitoria expresable en la imposibilidad de exclusión en la forma descrita tanto desde la perspectiva jurídica (sección primera anterior del trabajo) como económica (sección segunda). Empero, no se puede afirmar lo propio respecto de los “medios” dirigidos a la provisión, concretamente, parece que en este nivel, la característica de no exclusión es una circunstancia que está efectivamente presente (al menos tomando los ejemplos desarrollados) en los “medios” dirigidos a la provisión del derecho.

 

Por otro lado, también se ha evidenciado que tal característica de no exclusión reputable tanto de “objetos” en los que se concretiza el derecho así como de los “medios” dirigidos a la provisión de aquellos produce comportamientos racionales “oportunistas”, que determinan escasos incentivos para el ejercicio efectivo de mecanismos tales como las acciones populares dirigidos a exigir la provisión del recurso.

 

Conforme este par de supuestos, en la presente sección pretenderemos hacer una aproximación tanto al “objeto” como a los “medios” relacionados con la garantía de los derechos colectivos objeto principal del análisis en este trabajo, esto es, el derecho al “goce de un medio ambiente sano” y derecho al “manejo y aprovechamiento racional de los recursos naturales”.

 

Para efectos de lo recién señalado, parece conveniente hacer un análisis simultáneo de los dos derechos en comento, ello, dada la estrecha relación entre uno y otro53.

 

Así, en lo que corresponde al derecho al medio ambiente sano, lo cierto es que la delimitación de su contenido como derecho es problemática per se dada la dificultad que supone definir el medio ambiente como tal (Pisciotti, 2001, p. 38). No obstante, la jurisprudencia local se ha aproximado a la noción del derecho al medio ambiente –sano– indicando que este es:

 

[…] un derecho colectivo que involucra aspectos directamente relacionados con el manejo, uso, aprovechamiento y conservación de los recursos naturales, el equilibrio de los ecosistemas, la protección de la diversidad biológica y cultural, el desarrollo sostenible, la salubridad, y la calidad de vida del hombre, entendido éste último como parte integrante de ese mundo natural.54

 

De otra parte, también se ha señalado que el medio ambiente sano se erige como un derecho-deber, respecto del cual las personas en general y el Estado mismo están legitimados para participar en las decisiones que lo pueden afectar, pero también en colaborar para su conservación mediante el cumplimiento de medidas incluso prohibitivas de actividades económicas55.

 

En este orden, como derecho stricto sensu, el derecho en comento detenta al menos dos concreciones complementarias relevantes: por un lado, (i) una de sus expresiones –quizá las más importante– es la relativa al derecho al adecuado manejo y aprovechamiento de los recursos naturales, lo cual implica una estrecha relación con el desarrollo sostenible y la conservación; elementos estos que también se encuentran subsumidos en el derecho al “manejo y aprovechamiento racional de los recursos naturales”; por otro lado, (ii) el derecho en comento también se expresa como un deber, una legitimación para que el Estado y la sociedad en conjunto participen activamente en las decisiones que pueden afectar tanto el medio ambiente como los recursos naturales.

 

Con base en lo señalado, puede decirse, el “objeto” sobre el que recae el derecho colectivo al “goce de un medio ambiente sano” se concretiza en múltiples estados de cosas, entre ellos, que exista un manejo adecuado de los recursos naturales, que los ecosistemas se encuentren en equilibrio, que la diversidad biológica se encuentre protegida, que las especies naturales permanezcan en estado de conservación, entre otras expresiones fácticas.

 

Ahora, en lo que corresponde e independientemente al derecho colectivo al “manejo y aprovechamiento racional de los recursos naturales” –vale agregar– el alcance de este derecho es incluso más difuso (entre otras razones por la estrecha relación con el derecho al “goce del medio ambiente sano”). Sin embargo, pareciere factible delimitar su contenido a partir de situaciones tendientes a concretar los objetivos propios del derecho, esto es “garantizar el desarrollo sostenible, la conservación, restauración o sustitución de los recursos naturales”.

 

En específico, ha dicho la jurisprudencia local que el derecho en comento se expresa en el deber genérico del Estado de planificar e intervenir en el aprovechamiento de los recursos naturales (incluso no renovables) de forma armónica con las normas y principios de explotación racional56, en el marco del concepto de desarrollo sostenible57 y con el fin de garantizar la calidad de vida de los habitantes y asegurando su subsistencia y la de las generaciones futuras58. En el desarrollo de este deber se puede decir, se aparejan concreciones, estados de cosas verificables tales como (i) la verificación de estrategias técnicamente soportadas y dirigidas directamente a garantizar el uso racional de los recursos naturales59; (ii) la adopción de medidas preventivas y sancionatorias por el uso irracional de estos recursos60; (iii) la implementación de herramientas pedagógicas dirigidas a concientizar a la comunidad del uso racionalizado y eficiente de los recursos61; (iv) la prohibición de ciertos tipos de actividades relacionadas con la explotación de recursos naturales62; e incluso (v) la restauración directa de áreas dañadas por la explotación “irracional” de recursos naturales63.

 

Con todo, desde la perspectiva microeconómica, para hacer un análisis a la luz de la noción general de recursos no excluyentes, y en específico, la hipotética posibilidad de exclusión de los beneficios independiente de la posibilidad de rivalización en lo que corresponde al “medio ambiente sano” y al “manejo y aprovechamiento racional de los recursos naturales”, es de resaltar que (i) uno y otro derecho se concretizan en “objetos”, acciones dirigidas al adecuado manejo del medio ambiente en general, y a la racionalización de los recursos naturales en específico; además (ii) uno y otro derecho suponen el cumplimiento de deberes del Estado dirigidos a garantizar dicho manejo adecuado de los recursos y del medio ambiente; y (iii) que la protección de estos derechos se dirige además a garantizar la calidad de vida de la generación actual y las futuras.

 

Corolario de los elementos resaltados en el párrafo anterior es que, en la protección, la provisión del derecho al “goce del medio ambiente sano” y el derecho al “manejo y aprovechamiento racional de los recursos naturales” –de manera análoga a lo que sucede con el derecho a “la seguridad y prevención de desastres previsibles técnicamente”–, estos derechos suponen un importante componente preventivo y correctivo, hipotéticamente materializable tanto en medidas (i) negativas (vgr. prohibir la contaminación de una fuente hídrica), como (ii) positivas (vgr. implementación de un programa pedagógico sobre el uso adecuado de los recursos y el medio ambiente). En uno u otro caso, resulta antieconómico controlar la exclusión en cuanto a los beneficios que recibirá algún individuo de la concreción del “objeto” sobre el que recae el derecho64.

 

En efecto, en términos generales, el medio ambiente –sano– es por antonomasia un ambiente no afectado por la contaminación, o que al menos, el nivel de esta contaminación no es de tal magnitud como para que afecte considerablemente a los individuos que se encuentran o que interactúan con este. Dicha situación es alcanzable a través de medidas negativas y/o positivas, y en cualquier caso, los beneficios derivados de la existencia de tal tipo de medio ambiente no son sujetos de exclusión en cuanto a los beneficiarios de la misma.

 

Así las cosas, el medio ambiente –sano– per se adquiere la forma de recurso no excluyente, un bien público o un recurso común, dependiendo del caso en concreto. Así, el medio ambiente –sano– puede tratarse como un bien público cuando, por ejemplo, una norma que prohíbe la producción de un producto contaminantes, redunda en una menor contaminación, que como beneficio, es disfrutado por un grupo indeterminado de individuos sin que sea económicamente factible tratar de excluir a alguien de los correspondientes beneficios (propiedad de no exclusión). En el mismo caso, la medida prohibitiva también genera un beneficio no sujeto de rivalidad; así, el hecho de que un individuo pueda disfrutar de un medio ambiente –sano– (vgr. respirar aire más limpio) no altera el consumo que del mismo bien hace otro individuo, esto, a menos que como lo sugiere Hardin (1991) exista un número tal de agentes –consumidores del recurso– que el uso individual que haga uno de ellos, altere efectivamente el uso que otros hacen sobre el mismo recurso.

 

Adicionalmente, vale mencionar, existen hipótesis en las cuales el medio ambiente adquiere la calidad de recurso común. Así por ejemplo, en general cualquier individuo prefiere –le genera más beneficios– estar en un ambiente libre de contaminación en contraste con un ambiente contaminado; además, cualquier individuo estima que si él no contamina, es preferible que los demás tampoco lo hagan. Sin embargo, dado que la mayoría de las veces no existen mecanismos lo suficientemente eficientes para controlar la actividad de los potenciales contaminadores, entonces en realidad, existen fuertes incentivos para contaminar. En la medida en que surja mayor cantidad de explotadores que no internalicen el costo social (externalidad) asociado a su actividad y/o se ejerza mayor presión de demanda por productos contaminantes y/o los mecanismos de control continúen siendo inefectivos y/o la capacidad regenerativa propia del medio ambiente pierda mayor efectividad65, entonces, el medio ambiente –sano– se va convirtiendo en un recurso cada vez más escaso y congestionado, es decir, se va acercando cada vez a un umbral de sobreexplotación (Fuentes, 2007), lo cual ciertamente puede desencadenar una “tragedia de los comunes”66.

 

En lo que corresponde al derecho colectivo al “manejo y aprovechamiento racional de los recursos naturales”, ocurre una situación similar en cuanto al “objeto” en el que se concretiza el derecho, así por ejemplo, una medida que propenda por la racionalización en el uso de los recursos naturales, esto es, que por ejemplo aplique sanciones tendientes a controlar la contaminación en un río, puede perjudicar efectivamente a las personas que contaminen el agua (lo cual ciertamente puede considerarse como un mecanismo de exclusión), sin embargo, los beneficiarios de la consecución de este estado de cosas, son un grupo de personas indeterminadas que pueden ir desde quienes toman agua de la fuente, hasta –incluso– las personas de las futuras generaciones que por efecto de la medida podrán consumir productos agrícolas regados con agua menos contaminada. En igual sentido, una medida que prohíbe la explotación de un recurso minero, por ejemplo, porque esta se encuentra en un parque natural, tiene un ámbito restringido y determinable de afectados (aplica exclusión), pero por el otro lado, un grupo de beneficiarios que incluye incluso a las generaciones futuras, en estos casos, las hipotéticas medidas de control de exclusión en los beneficios –más que económicamente factibles– es imposible concebirlas67.

 

En lo que tiene ver con la propiedad de la rivalización en el consumo en lo referente al “manejo y aprovechamiento racional de los recursos naturales”, es de aclarar que en sentido estricto, la concreción del derecho no se refiere al recurso natural per se (vgr. una mina, un bosque, un yacimiento petrolero), y que “uso racional” no es sinónimo de “no consumo”. En este orden, los recursos naturales per se son en la mayoría de los casos susceptibles de rivalización y de exclusión. Sin embargo, en lo que se refiere concretamente a las concreciones de dicho “uso racional”, en realidad, parece ser que estas no son susceptibles de rivalización. Así por ejemplo, en el caso de una medida prohibitiva de cierto tipo de explotación de un recurso natural, el hecho de que haya muchos o beneficiarios de la medida no implica que los beneficios individuales sean menores para cada uno. En similar sentido, al ordenarse por ejemplo la restauración de un área dañada por la explotación “irracional” de recursos naturales, no es posible rivalizar los beneficios derivados de la restauración como tal.

 

De lo indicado en esta sección vale sintetizar algunas ideas: (i) que en lo que tiene que ver estrictamente con el medio ambiente sano y la racionalización de los recursos naturales, estos recursos pueden adquirir concepciones de recursos no excluyentes aunque, de manera intermitente, son recursos cuyos beneficios exhiben una oferta conjunta, lo que en últimas permite darles consistentemente un tratamiento bajo el lente de los bienes públicos o de los recursos comunes –de la manera como se entienden estos desde la perspectiva económica– según sea el caso; (ii) que dicha característica de no exclusión es derivada de la naturaleza misma de los recursos en juego más que de una decisión de Estado; (iii) que dicha naturaleza no excluyente se reputa en todos los casos de los beneficios derivados de la concreción del derecho, mas no necesariamente del recurso en sí mismo.

 

Ahora, el hecho que de los derechos en comento se reputen tales características y que, en tal medida se puedan examinar consistentemente como recursos no excluyentes, ello redunda en consecuencias tanto positivas como negativas. Las consecuencias positivas se concretan en la idea de que, al no ser económicamente factible la exclusión de los beneficios que la concreción de dichos derechos generan, entonces, cualquier medida que individualmente se dé para generar estos, se traduce en la generación de externalidades positivas respecto de un grupo indeterminado –pero existente– de personas68. Las consecuencias negativas se materializan en el hecho de que –tal como sucede con los otros derechos previamente analizados–, ante la inexistencia de incentivos individuales, los “medios” dirigidos a lograr su provisión (vgr. el ejercicio de acciones populares), no se producirán, y por tanto, los hipotéticos beneficios tampoco se generarán. Por otro lado, que a tal situación se apareja la aparición de comportamientos “oportunistas” tipo free-rider.

 

Con todo, en la sección siguiente perfilaremos con más detalle lo mencionado acerca de algunas de tales consecuencias tanto positivas o negativas que se derivan de comprender ciertos derechos colectivos (tanto en su objeto de concreción como en su medio de provisión) en clave de recursos no excluyentes, para ello, es necesario reintroducir la perspectiva económica al análisis de los derechos colectivos en comento, ello, a través de la perspectiva del Análisis Económico del Derecho.

 

4. EL ANÁLISIS ECONÓMICO DEL DERECHO: INCENTIVOS JURÍDICO-ECONÓMICOS PARA LA PROVISIÓN DE RECURSOS NO EXCLUYENTES

 

Conforme lo indicado en la sección precedente, se ha sustentado la hipótesis independiente formulada en la sección primera del trabajo y expresable en la consistencia de analizar los derechos colectivos en clave de lo que hemos denominado como recursos no excluyentes. A esta aproximación hemos esbozado tentativamente consecuencias negativas tales como la ausencia de incentivos suficientes para que al menos los “medios” dirigidos a la provisión de los derechos colectivos sean ejercidos, y además, la generación de comportamientos oportunistas tipo free-rider. Una y otra consecuencia están aparejadas a los problemas comúnmente adjudicados a la “acción colectiva”.

 

Con todo, la presente sección del trabajo se dirige precisamente a profundizar dichas consecuencias negativas comúnmente inadvertidas por la doctrina, punto este al cual se refiere la hipótesis dependiente formulada al inicio del presente trabajo. Para estos efectos, reintroduciremos la cuestión económica, en este caso, a través de la perspectiva del Análisis Económico del Derecho.

 

En breve, Mercuro y Medema (2006) argumentan que la aproximación económica al Derecho de tipo ortodoxo (vgr. Análisis económico del derecho neoclásico) se sintetiza en la aplicación de la microeconomía, más concretamente su teoría de los precios al análisis del Derecho y/o sus instituciones. Específicamente, esta aproximación gira en torno a tres premisas, las dos primeras de carácter descriptivo, y la tercera de carácter normativo, a saber: (i) que los individuos son maximizadores racionales de sus preferencias tanto en situaciones de mercado como en de no-mercado; (ii) que los individuos responden a los incentivos en los no-mercado de la forma como lo hacen en los mercados; y finalmente (iii) una doble premisa normativa: por un lado que las decisiones jurídicas –el Derecho– deben promover la eficiencia, y además, que en el diseño de políticas públicas, los tomadores de decisiones (policymakers o lawmakers) deben basarse en gran medida en la manera como actúan los mercados (Mercuro y Medema, 2006, p. 102).

 

De la interacción entre estas tres premisas referidas se deducen –entre otras– las siguientes tres tesis relevantes para nuestros efectos: (i) que el comportamiento de los individuos en contextos jurídicos (situaciones de no-mercado) se pueden describir y pronosticar conforme la matriz de incentivos (los precios implícitos)69 determinados por las normas jurídicas (Roemer, 1994, p. 14)70; (ii) que excluir el comportamiento racional económico de los individuos respecto de dichos precios implícitos determinados por las normas jurídicas, implica necesariamente una interpretación “ingenua” del accionar humano (Kornhauser, 2002, p. 39); y finalmente, de estas tesis se deriva, (iii) que establecidos ciertos propósitos sustanciales por el Estado o por la sociedad en general, la principal función del lawmaker se dirige a establecer –a través de las normas jurídicas– los incentivos adecuados para la consecución de tales propósitos.

 

La primera y segunda tesis son descriptivas, la tercera es de orden normativo y se refiere a determinar lo que debiera ser el derecho, dado el comportamiento de los individuos a quienes se dirigen las normas. En este orden, cabe agregar, siguiendo a Korobkin (2004), que desde una perspectiva consecuencialista (propia del AED), los mencionados propósitos sustanciales pueden materializarse en tres posibles tipos de normas (no necesariamente excluyentes): (i) normas jurídicas dirigidas a facilitar la maximización de la utilidad de los individuos, atendiendo a sus propias restricciones; (ii) normas dirigidas a proveer incentivos individuales para producir comportamientos que maximicen el bienestar colectivo o de un grupo en particular; y (iii) normas dirigidas a promover directamente el bienestar colectivo o de un grupo en particular. En cualquiera de los tres tipos de normas, se insiste, el lawmaker requiere asumir –al menos implícitamente– que los individuos sujetos al cumplimiento de la norma actúan (i) bajo una lógica racional económica y (ii) conforme la matriz de incentivos que las mismas normas crean.

 

Ahora, asumiendo como propósito sustancial del Derecho, la generación de bienestar –colectivo o de un grupo en particular– al que se refiere el segundo y tercer tipo de normas indicadas en el párrafo anterior. Puede decirse, estos propósitos pueden adquirir varias expresiones relevantes en el marco de los recursos no excluyentes y los derechos colectivos, incluidos aquellos relacionados con el derecho al “medio ambiente sano” y el derecho al “manejo y aprovechamiento racional de los recursos naturales”71 de la manera en que nos aproximamos a ellos en la sección tercera de este trabajo.

 

Así por ejemplo, la generación de bienestar de que trata el segundo tipo de normas puede materializarse en una regla que imponga una veda de pesca y cuyo propósito sustancial se dirija a proteger o mantener a lo largo del tiempo cierta especie marina, lo cual, en últimas puede beneficiar a un grupo de pescadores –incluso los de las futuras generaciones–. En este caso es difícil imaginar algún mecanismo económicamente viable de exclusión de los beneficios derivados de la veda, sin embargo, el mayor consumo de peces que se permite con esta medida para los pescadores futuros ciertamente altera el consumo de los pescadores del presente, por tanto en este caso el beneficio derivado del cumplimiento de la norma es objeto de rivalización en el consumo, por lo que el resultado de esta norma puede contemplarse dentro del marco de un “recurso común”.

 

Por otro lado, respecto del tercer tipo de normas puede pensarse en una norma que prohíba la producción de ciertos productos contaminantes, lo cual puede dirigirse a maximizar el bienestar colectivo en el entendido de que los beneficios consecuencia de la menor contaminación, recibidos por un grupo indeterminado de individuos, son mayores a los beneficios derivados de la satisfacción de preferencias de los consumidores potenciales de dichos productos. En este caso, los beneficios derivados de la prohibición de agentes contaminantes toman la forma de “bienes públicos” en el entendido de que resulta antieconómico tratar de excluir a alguien de dichos beneficios, y el hecho de que haya un agente adicional que se beneficie de la menor contaminación, ello no altera –al menos en principio– el consumo de los demás agentes.

 

Ahora, asumiendo la generación de los beneficios aparejados a la existencia de ciertos recursos no excluyentes de la manera descrita –tal como se justificó– la función del lawmaker se dirige a establecer mediante normas jurídicas, los incentivos adecuados para la consecución de tales propósitos, concretamente, en nuestro caso para que los mencionados recursos no excluyentes sean efectivamente provistos. Empero, para el caso de los derechos colectivos (objeto principal de estudio del presente trabajo) los incentivos dirigidos a la provisión de estos suponen una serie de complejidades asociadas comúnmente al problema de la acción colectiva.

 

4.1. El problema de la acción colectiva en el marco de los derechos colectivos

 

Teniendo como trasfondo lo señalado en los párrafos anteriores, obsérvese que si repasamos todos los diferentes ejemplos que hemos dado a lo largo de este escrito sobre recursos no excluyentes, en realidad las normas jurídicas no se dirigen y no tiene sentido que se dirijan a “incentivar” el consumo de aquellos, pues dichos incentivos son intrínsecos al recurso en sí. Sobre este punto en concreto, y como lo señala Snidal (1991, pp. 192-193), se dice que en lo que corresponde estrictamente con los bienes públicos, los eventuales problemas de suboptimabilidad no se refieren a la distribución en el consumo del bien dado que en cualquier caso, el costo marginal que implica extender el consumo a un consumidor adicional una vez exista el recurso, siempre es igual a cero, y por tanto, cualquier valoración mayor que cero que cualquier individuo adjudique al consumo justifica que este último debiera extenderse hasta él72.

 

Lo anterior para evidenciar que en el caso de los recursos no excluyentes, la cuestión relevante a enfrentar no se relaciona con el incentivo al consumo del recurso como tal, sino que se dirige a garantizar, generar los incentivos para que estos recursos sean producidos, provistos y/o garantizados73. En este orden, en el caso del derecho al “medio ambiente sano” –por ejemplo–, más concretamente, el “objeto” en el que se concretiza tal derecho (tal como lo argumentamos en la sección tercera anterior), el problema no se refiere a incentivar el consumo de tal tipo de medio ambiente, sino que se refiere a generación de incentivos para que se dé tal concreción, esto es, que existan incentivos para que los “medios” de provisión sean efectivamente ejercidos.

 

En similar sentido, y tal como lo referencia Hardin (1991), puede decirse, a los recursos no excluyentes suele imputárseles un “valor colectivo”74 asociado a la existencia y consumo de estos, pero el problema central no se refiere a la medición de la magnitud de tal valor, dado que los beneficios de su consumo no son excluyentes y además estos son heterogéneos dependiendo de cada individuo75. En este orden, dicho “valor colectivo” no es una función del recurso como tal (que exista o no) sino de la cantidad indeterminada de agentes que se benefician de la existencia del recurso. En este contexto, siguiendo con el autor, la manera más adecuada de afrontar el problema de los bienes públicos es desde la óptica de sus mecanismos, sus “medios” de provisión76.

 

En resumen, puede afirmarse, las cuestiones problemáticas asociadas a los recursos no excluyentes no se refieren a incentivar el consumo de estos, tampoco se refieren a la medición del “valor colectivo” asociado a la existencia de tales recursos, sino que se centran principalmente en la existencia de mecanismos efectivos y dirigidos a su adecuada provisión77.

 

Con esta idea de trasfondo, es pertinente retomar lo indicado en la sección anterior del trabajo y relacionado con las consecuencias positivas y negativas derivadas de poder entender consistentemente a los derechos colectivos en clave de recursos no excluyentes. Como lo sugerimos, las consecuencias positivas se relacionan con la generación de externalidades positivas, las cuales ciertamente coinciden con la idea del “valor colectivo” mencionado y asociado a la existencia y consumo de tales recursos no excluyentes. Por otro lado, las consecuencias negativas las asociamos con (i) la idea de la inexistencia de incentivos individuales para el ejercicio de los “medios” dirigidos a proveer tales recursos, y (ii) el consecuente aparejamiento de comportamientos “oportunistas” tipo free-rider.

 

Al respecto, en ocasiones se suele afirmar que la expectativa de poder generar las consecuencias positivas mencionadas es un incentivo suficiente para que tales recursos sean provistos, y por tanto, para contrarrestar las consecuencias negativas mencionadas. Sin embargo, defender tal hipótesis es –en la mayoría de los casos– asumir la interpretación “ingenua” del accionar humano a la que aludimos previamente.

 

En efecto, la naturaleza no excluyente en los beneficios asociados a la provisión del –valga la redundancia– recurso no excluyentes (vgr. bien público o recurso común) da lugar a los típicos problemas asociados a la “acción colectiva” (Olson, 1992)78, los cuales se manifiestan en el sentido de que dicha característica de no exclusión “corroe” cualquier incentivo asociado a la provisión de tales bienes. De hecho, resulta verificable, una fuerte identidad teórica entre los problemas asociados a los incentivos para la provisión de recursos no excluyentes y los problemas asociados a la “acción colectiva”, en el sentido de que literatura los trata como si fuesen problemas inescindibles entre sí (Chamberlin, 1991; Frohlich, Oppeheimer y Young, 1991, pp. 115-118; Hardin, 1991, pp. 86-87; Snidal, 1991; Olson, 1992, p. 205;  Ostrom, 2011, p. 43).

 

Aunque susceptible de complejizarse, en concreto, Olson refutó la tesis de que si un gran grupo de individuos tienen un objetivo, un interés colectivo, entonces, naturalmente van a unirse para actuar “colectivamente” y alcanzarlo. Por el contrario, según el autor, paradójicamente, si el grupo está compuesto por individuos racionales, entonces estos no actuarán en pro de la consecución del interés del grupo, esto es –en nuestros términos–, contribuirán en la provisión del recurso no excluyente (Olson, 1992, p. 204)79, ello a menos que el grupo sea lo suficientemente pequeño (Villaveces, 2009, p. 9).

 

Por otro lado, vale mencionar, que según Chamberlin (1991;155) –citando explícitamente a Olson–:

 

[…] en un grupo grande en el que ninguna contribución individual produce una diferencia perceptible al grupo en su conjunto o a la carga o el beneficio de un miembro cualquiera del grupo, es seguro que el bien colectivo no será provisto si no hay coerción o incentivos externos que lleven a los miembros del grupo grande a actuar en su interés común.

 

Agrega el autor en este punto que, aunque Olson no sea explícito, parece razonable inferir que la relación entre el tamaño del grupo y la perceptibilidad de la acción individual es una relación decreciente (Chamberlin, 1991, p. 155). Se puede decir, entre más grande sea el tamaño del grupo interesado en la provisión del bien colectivo (recursos excluyentes en nuestro caso), mayores son los incentivos para optar por un comportamiento tipo free-rider80.

 

Ahora, la identidad teórica entre los problemas de provisión de recursos no excluyentes y los problemas asociados a la “acción colectiva”, posee reflejos bien particulares en el caso de los derechos colectivos objeto principal de estudio en este trabajo81.

 

En efecto, de lo argumentado en la sección tercera respecto de los derechos colectivos al “medio ambiente sano” y al “manejo y aprovechamiento racional de los recursos naturales”, no se puede decir que los beneficios asociados a su existencia o provisión se dirijan a un grupo pequeño de individuos, por el contrario, conforme la noción material de derechos colectivos sustentada en la sección primera del trabajo, se deduce que más allá de un grupo grande, los destinatarios de tales beneficios son un grupo indeterminado de personas.

 

Por otro lado, y aparejado a lo recién mencionado, si la acción individual mediante la cual se ejerce el mecanismo, el “medio” dirigido a proveer el recurso no excluyente (en nuestro caso acciones –judiciales– dirigidas a que se concreticen los “objetos” sobre los que recaen los derechos colectivos en comento) es una constante y el grupo beneficiario de tal acción es materialmente indeterminado, entonces –siguiendo a Chamberlin (1991)– diriamos que la acción individual tendería a ser algo infinitesimalmente imperceptible por parte del grupo beneficiario de tal acción.

 

Bajo estas condiciones, puede decirse, en el caso de los derechos colectivos al “medio ambiente sano” y al “manejo y aprovechamiento racional de los recursos naturales” se deduce que el objeto sobre el que recae este, el que denominamos como recurso no excluyente, no será provisto, concretamente –en nuestro caso– puede afirmarse que las acciones, los “medios” dirigidos a su provisión no serán ejercidos a menos que –como lo sugeriría Olson– exista coerción o incentivos externos dirigidos a que los individuos actúen en procura de generar el correspondiente beneficio común.

 

Como se puede cotejar, la idea recién expuesta supone que conforme la lógica de la acción colectiva, se pronostica que, el ejercicio de los “medios” dirigidos a proveer el recurso no excluyente no será efectivo a menos que exista coerción o incentivos externos que estimulen el correspondiente comportamiento individual. Corolario normativo de este pronóstico es que determinado como un propósito sustancial del Estado, la provisión del recurso no excluyente, entonces, la función del lawmaker se dirige a coaccionar, más concretamente a estimular –a través de las normas jurídicas– el ejercicio de los “medios” dirigidos a proveer el recurso no excluyente82.

 

4.2. La alternativa de la provisión pública en la provisión de recursos no excluyentes

 

Tal como lo señalamos en la sección tercera del trabajo, en el caso de los derechos colectivos, se reconoce explícitamente que los “medios” dirigidos a tutelar tales derechos, es decir, proveer el “objeto” en el que se concretiza el derecho colectivo, son –al menos en el ámbito local– las “acciones populares”.

 

Entendiendo las acciones populares como mecanismo, “medio” de provisión de recursos excluyentes, una objeción a nuestra tesis es que no es cierto que estas acciones constituyan los únicos mecanismos dirigidos explícitamente a proveer los recursos no excluyentes. En concreto, se ha dicho que la “provisión pública” del recurso es una alternativa que incluso es contemplada recurrentemente por la literatura económica (Varian, 1996, p. 606; Perloff, 2004, p. 673), para lo cual incluso se establecen mecanismos de tributación dirigidos a su financiación (Laffont, 1996, pp. 32-35, 184; Frank, 2005, p. 607; Nicholson, 2005, pp. 401, 547; Bernanke y Frank, 2007, pp. 474, 476; Pindyck y Rubinfeld, 2009, pp. 786, 788).

 

Respecto de esta predecible objeción cabe decir que la misma supone un espacio de aplicación restringido a la “lógica de la acción colectiva”, pero lo cierto es que esta paradójica lógica se replica en el contexto de provisión pública de recursos no excluyentes.

 

En efecto, como lo indicamos en la sección segunda, y lo ratificamos en el análisis de casos de la sección tercera del trabajo, la imposibilidad de exclusión en los beneficios de los recursos no excluyentes supone un problema de ocultación de preferencias individuales. En este orden, puede decirse, el Gobierno independientemente no puede determinar cuáles son los recursos no excluyentes “preferidos” por el colectivo (vgr. ¿necesitamos mejorar la calidad del medio ambiente o es mejor invertir en la prevención de desastres?). Para resolver esta cuestión el Gobierno necesita obtener información del propio colectivo, y si ello es así, para obtenerla debe lidiar nuevamente con la lógica de la acción colectiva.

 

En efecto, por un lado, así como argumentamos que en el colectivo no se generarán las acciones, los “medios” dirigidos a proveer los recursos no excluyentes, ¿por qué deberíamos suponer que sí existen incentivos para que la información sea provista por los individuos? Ello además porque de revelarse la auténtica información, las preferencias respecto de la demanda del recurso por parte de los individuos, ello supone un elemento de base para que el Gobierno establezca un mecanismo efectivo de tributación por la provisión del recurso.

 

Además, la opción de proveer públicamente recursos no excluyentes, supone un excelente escenario para la aparición de rent seekers (Gradstein, 1993). Así, la expectativa de obtener la renta puede incentivar la organización de grupos de presión para que sean provistos ciertos recursos no excluyentes, pero que beneficia especialmente a estos grupos, esto mediante –por ejemplo– actividades de lobby ante el Gobierno. En este orden, el ejercicio del lobby como medio para obtener la provisión del recurso en el contexto político, puede decirse, se convierte en un equivalente del ejercicio de la acción popular en el contexto judicial. Pero incluso en este nivel, puede suponerse nuevamente la aparición de los problemas asociados a la lógica de la acción colectiva, lo cual nos devuelve a la cuestión fundamental de la generación de incentivos asociados a la provisión de los recursos no excluyentes.

 

Sobre el particular, como lo indican Shepsle y Bonchek (1997), dado que la provisión del recurso produce beneficios no excluyentes y no relacionados con los costos asociados a ejercer el medio de provisión del recurso (vgr. el costo del lobby), ¿por qué un grupo de presión estaría interesado en incurrir en tales costos? ¿Por qué no simplemente esperar a que otro grupo incurra en tales costos, aprovecharse de ellos (free-rider) y en todo caso obtener los beneficios asociados a la provisión del recurso? En este caso, siguiendo con los autores, se afirma que:

 

[la] oferta [de bienes públicos] depende de cómo los individuos y grupos participan exitosamente en la acción colectiva dirigida a lograr que el gobierno provea aquellos. Dado que las fórmulas mágicas no existen, la solución de la provisión pública de bienes públicos se convierte en un problema de acción colectiva. (Shepsle y Bonchek, 1997, p. 269)

 

Con todo, y de vuelta al problema del ejercicio de los “medios” dirigidos a la provisión de los derechos colectivos en el marco de la lógica de la acción colectiva, la pregunta que resta por resolver es: ¿Qué tipo de incentivos puede establecer el lawmaker para incentivar el uso de tales medios? A esta cuestión final, a título de mera sugerencia y discusión, se refiere la sección final del trabajo.

 

5. INCENTIVOS EXTERNOS PARA LA PROTECCIÓN DE DERECHOS COLECTIVOS

 

Dado que hemos argumentado que los medios de provisión de los recursos no excluyentes tales como los derechos al “medio ambiente sano” y al “manejo y aprovechamiento racional de los recursos naturales” se materializan en las acciones populares, en este caso, no parece concebible un mecanismo de coerción –dado por el Derecho– para provocar la acción colectiva dirigida a tal provisión. En efecto, si fuese jurídicamente exigible y sancionable el incumplimiento del deber de iniciar una acción popular cuando se encuentre vulnerado o no esté provisto un “derecho colectivo”: ¿A quién exactamente se debería sancionar por tal incumplimiento? ¿Al grupo indeterminado de personas dentro de las cuales no es posible excluir los beneficios asociados a la provisión del recurso?

 

Lo anterior –conforme la propuesta de Olson– nos restringiría a sintetizar y recomendar la implementación de algún tipo de “incentivo externo” que estimule la “acción colectiva”, concretamente, en nuestro caso, que incentive la utilización de las “acciones populares”. A este punto –y a título meramente propositivo y reflexivo– se refiere esta sección final del trabajo.

 

Hay que destacar que en un trabajo anterior (cfr. Monroy y Pinzón, 2012) argumentamos críticamente la inadecuada decisión del legislador colombiano de eliminar –mediante la Ley 1425 de 2010– ciertos “incentivos económicos”, una serie de “recompensas” establecidas originalmente en los artículos 39 y 40 de la Ley 472 de 1998 y pagaderas a los individuos que ejercieran las acciones populares –en procura de proteger un derecho colectivo– y que obtuviesen una sentencia condenatoria.

 

Como lo indicamos en su momento, aunque sea “provocador” el proponer la reintroducción de tal tipo de incentivos económicos derogados, este es un argumento que hemos descartado por predecible83, o debería considerarse como no recomendable, a menos que a este se acompañe un incentivo (negativo) dirigido a incrementar el nivel de diligencia de los accionantes, y por tanto, evitar el uso indebido (por excesivo) de las acciones populares (Pinzón, 2012).

 

Adicionalmente, desde una perspectiva propositiva, hay que mencionar que en trabajos anteriores también sugerimos la pertinencia de implementar algunos incentivos selectivos análogos a aquellos aplicables en ciertos escenarios de “elección pública”, concretamente aquellos incentivos indirectos dirigidos a estimular el voto en contextos electorales (Monroy y Pinzón, 2012), así como también, la utilización de incentivos más afines con una lógica de mercado (Pinzón, 2012).

 

Con todo, lo que se pretende en estas últimas líneas del trabajo es exponer algunas experiencias del derecho foráneo que bien pueden dar algunas señales adicionales y dirigidas a incentivar la utilización de los medios de provisión de recursos no excluyentes tales como las “acciones populares”84. Para estos efectos describiremos brevemente la experiencia de EE.UU., Canadá, Israel y Suecia, para posteriormente presentar algunas consideraciones generalizables y eventualmente aplicables al contexto local.

 

Inicialmente, para el caso de EE.UU., según Gidi (2003) las denominadas class actions (CA) tienen entre sus fines explícitos –entre otros– asegurar la tutela de derechos de naturaleza difusa o colectiva que de otra forma difícilmente podrían ser tutelados por razones asociadas, por ejemplo, con el reducido daño económico que sufre cada individuo (del colectivo) en comparación con el costo de la reclamación, o también, porque los afectados ni siquiera saben que sus derechos pueden estar siendo violados, o porque estos mismos no cuentan con la organización necesaria para hacer valer efectivamente sus derechos ante la jurisdicción85.

 

En este caso, la estructura que reglamenta el funcionamiento de las CA es relativamente compleja, pero para nuestros efectos, vale destacar los siguientes elementos: (i) que la admisión de la CA está sometida a un riguroso examen por parte del tribunal en el que se verifica incluso la idoneidad, la ausencia de conflictos de interés de quien se presenta al tribunal como eventual representante o abogado defensor de los class members86. (ii) Que en la mayoría de los casos, los costos asociados a conducir la CA son asumidos enteramente por el representante o abogado defensor, costos estos que en no pocos casos pueden ser extremadamente altos, sin que durante el trámite del proceso reciba algún tipo de compensación por su “inversión”. (iii) Que frente a esta serie de rigurosos incentivos negativos y fuertemente disuasivos de la acción judicial, los mismos son compensados económicamente si se obtiene una sentencia condenatoria, caso en el cual (además de compensarse los gastos incurridos durante el proceso) se recibe un monto equivalente a la tercera parte del valor de la condena a título de honorarios87 (cfr. Gidi, 2003, pp. 1-9).

 

En el caso de Canadá, se tiene una estructura de incentivos relativamente similar a la de EE.UU., entre otras, una de las similitudes es que en Canadá, el principal objetivo de las CA es proporcionar un mayor grado de acceso a la justicia respecto de pretensiones que se consideran “individualmente inviables”. Como lo advierte Watson (2001), en Canadá la estructura de incentivos asociada a las CA aunque es menos liberal que la americana, se basa también en el modelo de “abogado empresario” en el sentido de que al iniciar e impulsar la acción “[…] los abogados corren el riesgo de no pago por la pérdida del caso, pero con la expectativa de recuperar honorarios contingentes sustanciales cuando el caso resulta exitoso” (Watson, 2001, p. 273).

 

Por su parte en Israel, tal como lo referencia Goldstein (2003) las denominadas “acciones colectivas” han sido implementadas y basadas en su marcada influencia británica y americana. Vale destacar, dentro de las causas que se permiten litigar a través de estas acciones se encuentran casos relacionados con la violación a leyes sobre libre competencia, protección a los consumidores, protección de accionistas, e incluso (relevante para nuestros efectos) la protección del medio ambiente. Aunque la estructura general del procedimiento se replica en cada una de las diversas causas litigables señaladas, para el caso concreto de la protección del medio ambiente, esta carece de una connotación indemnizatoria, en estos casos, la única opción de solución es una “orden judicial”, según el autor, “[…] una forma de resarcimiento que si es concebida necesariamente beneficiará a todos los miembros del grupo, hayan optado o no por participar en la acción colectiva”88 (Goldstein, 2003, p. 208).

 

Cabe resaltar, una de las preocupaciones evidenciadas explícitamente por la doctrina israelí es lo relacionado con la generación de incentivos efectivos y dirigidos a que un miembro del grupo inicie la correspondiente acción judicial. Según Goldstein esta cuestión es particularmente relevante, dado que –en esencia– (i) el interés de cada miembro puede ser tan reducido que no justifique per se el ejercicio de la acción judicial, y (ii) los gastos de representación y mantenimiento de la acción no serán recuperados a menos que la acción sea exitosa. Al respecto, el mismo autor resalta la solución estadunidense de los “abogados empresarios”, esto es –como se sugirió– firmas de abogados que se dedican a presentar acciones financiadas por ellos mismos –bajo su propio riesgo– pero con la expectativa de recibir honorarios contingentes. Concretamente Goldstein señala que la “americanización” del derecho israelí se ha traducido en la posibilidad de que los abogados –representantes de causas colectivas– reciban honorarios contingentes materializables en un “bono”89 que ordena discrecionalmente el tribunal en caso de que la acción colectiva resulte exitosa, y a título de recompensa por presentar y probar la pretensión colectiva. También, para el caso específico del mercado cambiario, existe la posibilidad de obtener una especie de “financiación provisional” por parte de la Autoridad del Mercado de Valores90.

 

Vale resaltar que en el caso de Israel, aunque aparentemente la cultura jurídica no suponía que fuese necesaria la generación de incentivos para la aparición de “abogados empresarios”, lo cierto es que, al introducirse reformas regulatorias para que tales tipos de comportamientos se dieran, ello significó un uso más intensivo de las acciones –judiciales– colectivas (cfr. Goldstein, 2003, pp. 217-218), y ello se dio sin que aparentemente fuese necesaria la modificación de los requerimientos procesales y económicas exigibles a los abogados para poder litigar una causa colectiva.

 

Finalmente, encontramos el caso de Suecia en donde –refieren Lindblom y Nordh (2003)– se encuentran establecidas las “acciones de grupo”, dentro de las cuales pueden estar involucradas pretensiones de carácter indemnizatorio, pero también pretensiones declaratorias o preventivas. Análogamente a lo que sucede en el Derecho estadounidense y canadiense, una de las funciones relevantes de las acciones de grupo suecas es incrementar el acceso a la justicia mediante el litigio de pretensiones que se consideran “individualmente no recuperables”91. Cierta tipología de acciones judiciales están dirigidas a permitir el litigio de causas ambientales con contenidos tanto preventivos como indemnizatorios. En este caso solo se permite el litigio de la causa a asociaciones sin ánimo de lucro dedicadas a la protección ambiental y la conservación de la naturaleza, así como a federaciones profesionales (vgr. gremios) particularmente afectadas. Respecto de los incentivos (negativos) para litigar se resalta el hecho de la obligación del representante del grupo de pagar los costos de la contraparte si el grupo pierde el caso –aplicación de la Regla Inglesa–. Respecto de los incentivos (positivos) para litigar se destaca la opción de pactar honorarios (no contingentes) entre las partes, concretamente, respecto del demandante establecer un pago (vgr. honorarios por horas) como función de las pretensiones que sean satisfechas en la demanda.

 

Contempladas las diversas experiencias foráneas destacadas, vale destacar los siguientes puntos a efectos de proponer algunas ideas generales y dirigidas a incentivar la utilización de los medios de provisión de recursos no excluyentes tales como las “acciones populares” en el contexto local.

 

Preliminarmente, vale decir que permitir el litigio de causas difusas, en el sentido de defender intereses de individuos indeterminados por efecto de una acción u omisión, parece ser más una excepción que una regla general en los casos estudiados92. Esta circunstancia, supone una importante implicación para nuestros efectos. Concretamente, al permitirse solamente la reclamación de pretensiones individualizables (vgr. las consecuencias negativas de una publicidad engañosa), ello dota a las acciones judiciales colectivas de un componente indemnizatorio, del cual resultaría hipotéticamente factible aplicar un porcentaje dirigido a remunerar la labor del accionante en el proceso, que bien podría incentivar el ejercicio de acciones –judiciales– colectivas93.

 

Dicho componente indemnizatorio es factible reclamarlo en el marco del Derecho colombiano, pero a través de las denominadas “acciones de grupo” (Art. 3°, Ley 472 de 1998), mecanismo de tutela judicial claramente diferenciable de las acciones populares –precisamente– por el componente indemnizatorio propio de aquellas.

 

No obstante, este “obstáculo” regulatorio, hay que hacer tres salvedades. Por un lado, (i) como se pudo verificar, en países como Israel o Suecia, en el caso concreto del medio ambiente, el contenido de la decisión judicial no es de orden indemnizatorio, sino que acogen la forma de medidas preventivas o declaratorias. Esta circunstancia que bien se asemeja a lo que sucede en Colombia en el marco de las acciones populares no ha impedido que en tales regulaciones las acciones –judiciales– colectivas no hayan sido utilizadas sin al menos un relativo éxito. Por otro lado, (ii) tanto en nuestras “acciones populares” como en nuestras “acciones de grupo”, el derecho (colectivo) sobre el que recae la acción es el mismo en los casos, ello supone que existen situaciones en las cuales, en realidad, se litigan por vía de acción popular casos que –incluso por economía procesal– debieran tramitarse como “acciones de grupo”. El problema surge porque las exigencias procesales para poder litigar una acción de grupo son más altas que las de una acción popular. De suerte que, si un litigante fuese a recibir la misma remuneración por cualquier tipo de acción, entonces racionalmente seleccionaría en este caso la opción –más económica– de la acción popular. En este orden, la solución de este problema pasa por establecer incentivos para que dicho litigante ejerza la “acción de grupo” y no la “acción popular” cuando los elementos fácticos suponen la aplicación de los dos mecanismos. Finalmente (iii) aun en el caso de la acción popular, el supuesto fáctico base de la acción es precisamente –al menos en ciertos casos– la vulneración, el agravio a los derechos colectivos. Ello puede suponer la existencia de afectaciones individuales muy reducidas, esto es, lo que en otros países se denominan como “pretensiones individualmente no recuperables”, pero que por su valor –económicamente medible– sí resultan colectivamente litigables. De hecho, esta situación parece ser especialmente evidente si se toman, al menos en cuenta, los derechos colectivos objeto principal de estudio en nuestro caso94.

 

Ahora, teniendo como trasfondo lo indicado y refiriéndonos concretamente a dichas “pretensiones individualmente no recuperables”, la fórmula adoptada en EE.UU., Canadá e Israel, como alternativa incluso dirigida a permitir un acceso material a la administración de justicia, es la creación de un marco jurídico que incentive la aparición de “abogados empresarios”.

 

Vale anotar, en el pasado, incluso como uno de los argumentos expuestos en la exposición de motivos que devino en la expedición de la Ley 1425 de 2010 en Colombia, se adujo que una de las razones por las cuales se justificaba la eliminación de los otrora incentivos económicos establecidos originalmente en la Ley 472 de 1998, era que por ellos, el interés original del legislador de premiar a los ciudadanos por defender los intereses colectivos se había transformado en incentivos para que la defensa de los intereses colectivos se convirtiera en “un negocio” de unos pocos que interponían acciones populares con el único fin único de obtener la “recompensa” económica (Cámara de Representantes, 2010).

 

Lo anterior podría interpretarse como que las otrora recompensas económicas ciertamente generaban la aparición de “abogados empresarios”, sin embargo, esta apreciación es incorrecta al menos en un sentido estricto. Efectivamente, una radical diferencia entre el derogado sistema de incentivos en Colombia (Art. 39 y 40 de la Ley 472 de 1998) y lo que sucede en el Derecho de EE.UU., Canadá e Israel, es que en aquel, quienes iniciaban las acciones populares no asumían mayor riesgo que debiera compensarse contingentemente con la “recompensa” económica por obtener un fallo condenatorio; de suerte que los incentivos establecidos originalmente en la Ley 472 de 1998 incentivaban quizá la aparición de comportamientos tipo rent seeker pero no comportamientos “empresariales” (risk takers) stricto sensu.

 

Efectivamente, en cada uno de los países referenciados los abogados interesados en litigar causas colectivas deben realizar ciertas inversiones riesgosas expresables en los gastos dirigidos a iniciar y mantener la acción –judicial– colectiva. Dentro de dichas inversiones, quizá la más relevante es la asociada a las pruebas relativas a la vulneración del derecho colectivo y la identificación de los responsables. En el caso concreto del medio ambiente y la explotación irracional de los recursos naturales, esta prueba parece ser particularmente compleja y costosa, por tanto, el hecho de que un accionante deba incurrir en tales inversiones desincentiva dichos comportamientos tipo rent seeker, y por el contrario, incentiva comportamientos “empresariales” expresables en la toma de riesgos con la expectativa de recibir beneficios económicos si logran demostrar sus pretensiones.

 

Otros gastos (deberes) relevantes presentes en algunas de las regulaciones descritas y que podrían ser aplicables al contexto nacional como mecanismo para (i) fomentar un mejor uso de las acciones populares y (ii) prevenir comportamientos oportunistas (rent seeking) por parte de los litigantes son:

 

(i) El deber de dar aviso efectivo a la comunidad para que conozcan de la existencia de la acción, y en consecuencia, puedan participar activamente en el proceso95. Esta exigencia bien puede permitir corregir el problema resaltado previamente y relacionado con la generación de incentivos para que los litigantes ejerzan la “acción de grupo” y no la “acción popular” cuando los elementos fácticos suponen la posibilidad de aplicación de los dos mecanismos.

 

(ii) Demostrar al juez la adecuada representación de los intereses colectivos que se reclaman. Una de las preocupaciones recurrentes en diversos países (que no aparece como relevante en Colombia) es la garantía de que el representante del grupo garantice efectivamente una adecuada defensa de los intereses colectivos que litiga, vgr. por la existencia de conflictos de interés entre el representante y el grupo representando. Aunque esta cuestión –relacionada con la “adecuada representación”– es relativamente compleja, simplemente diremos que en países como EE.UU., la demostración ante parte del juez de esta condición pasa incluso por verificar que el abogado representante cuenta con la capacidad financiera para soportar el trámite de la acción. En otros países como Suecia, como se dijo, el litigio de causas ambientales solamente se permite a asociaciones sin ánimo de lucro que deben demostrar que dentro de su objeto incluyen la defensa de tales intereses.

 

(iii) Finalmente, pero no menos importante, se encuentra la obligación de los accionantes de hacerse cargo del gasto contingente asociado a pagar los costos de la contraparte en caso de que el demandante no tenga éxito en su pretensión (vgr. aplicación de la Regla Inglesa). Sobre este punto, en algunas regulaciones se exige que para efectos de la admisión de la demanda, es necesario que el accionante acompañe una caución dirigida a cubrir los gastos en que incurrirá la contraparte por defender su posición.

 

En síntesis, ante la lógica (olsoniana) de la acción colectiva que supone un problema respecto de los medios (vgr. las acciones populares) dirigidos a proveer efectivamente los derechos colectivos tales como el “medio ambiente sano” y el “manejo y aprovechamiento racional de los recursos naturales”, surge la necesidad de que el lawmaker genere a través de normas jurídicas los incentivos externos para que tales medios de provisión sean utilizados individualmente. En algunos países, dichos incentivos se han concretado en la generación de marcos jurídicos que incentiven la aparición de representantes de causas colectivas que actúen como auténticas empresas en el sentido de que contemplen el ejercicio de la acción como una inversión con cierto nivel de riesgo a la cual está asociada un beneficio contingente. Esta solución bien puede resultar aplicable a países como el nuestro, en el cual, si bien existió en su momento la posibilidad de obtener “recompensas”, beneficios económicos contingentes por ejercer las acciones populares, dichas “recompensas” en realidad generaban incentivos “perversos” dirigidos a estimular comportamientos “oportunistas” tipo rent seeking, y no comportamientos de auténticos empresarios tipo risk takers.

 


 

REFERENCIAS

 

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Legislación

 

  • Ley 472 de 1998 “Por la cual se desarrolla el artículo 88 de la Constitución Política de Colombia en relación con el ejercicio de las acciones populares y de grupo y se dictan otras disposiciones”.
  • Ley 142 de 1994 “Por la cual se establece el régimen de los servicios públicos domiciliarios y se dictan otras disposiciones”.
  • Ley 1425 de 2010 “Por medio de la cual se derogan artículos de la Ley 472 de 1998 Acciones Populares y Grupo”.

 

Jurisprudencia

 

  • Consejo de Estado, Sección Tercera, Sentencia del 29 de junio de 2000. Rad. Expediente AP-001. C.P. Alier Eduardo Hernández Enríquez.
  • Consejo de Estado, Sección Tercera, Sentencia del 12 de octubre de 2000. Rad. No. AP-082. C.P. Alier Eduardo Hernández Enríquez.
  • Consejo de Estado, Sección Tercera, Sentencia del 27 de septiembre de 2001. Rad. AP-25000-23-25-000-2001-0223-01. C.P. Jesús María Carrillo Ballesteros.
  • Consejo de Estado, Sección Tercera, Sentencia del 25 de abril de 2002. Rad. 05001-23-31-000-2001-2012-01(AP-0388). C.P. Ricardo Hoyos Duque.
  • Consejo de Estado, Sección Tercera, Sentencia del 3 de julio de 2003. Rad. 54001233100020020090701. C.P. Alier Eduardo Hernández Enríquez.
  • Consejo de Estado, Sección Tercera, Sentencia del 11 de diciembre de 2003. Rad. 25000-23-25-000-2002-02212-01. C.P. Alier Eduardo Hernández Enríquez.
  • Consejo de Estado, Sección Primera, Sentencia del 22 de enero de 2004. Rad. 25000-23-26-000-2001-00527-03(AP). C.P. Alier Eduardo Hernández Enríquez.
  • Consejo de Estado, Sección Tercera, Sentencia del 18 de marzo de 2004. Rad. 52001-23-31-000-2002-1750-01. C.P. Germán Rodríguez Villamizar,
  • Consejo de Estado, Sección Cuarta, Sentencia del 11 de junio de 2004. Rad. 01423-01. M.P. Ligia López Díaz.
  • Consejo de Estado, Sección Primera, Sentencia del 20 de enero de 2005. Rad. 25000-23-25-000-2002-02261-01(AP). C.P. Camilo Arciniega Andrade.
  • Consejo de Estado, Sección Tercera, Sentencia del 5 de octubre de 2005. Rad. 2001-23-31-000-2001 (AP-01588)-01. C.P. Ramiro Saavedra Becerra.
  • Consejo de Estado, Sección Tercera, Sentencia del 13 de febrero de 2006. Rad. 63001-23-31-000-2003-00861-01. C.P. Germán Rodríguez Villamizar.
  • Consejo de Estado, Sección Primera, Sentencia del 11 de diciembre de 2006. Rad. 50001-23-31-000-2002-09216-01(AP). M.P. Gabriel Eduardo Mendoza Martelo.
  • Consejo de Estado, Sección Primera, Sentencia del 29 de marzo de 2007. Rad. 19001-23-31-000-2003-01327-01(AP). C.P. Martha Sofía Sanz Tobón.
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  • Consejo de Estado, Sección Primera, Sentencia del 22 de enero de 2009. Rad. Exp. 03002-01. M.P. María Claudia Rojas Lasso.
  • Consejo de Estado, Sección Primera, Sentencia del 22 de enero de 2009. Rad. 68001-23-15-000-2003-00521-01(AP). C.P. Marco Antonio Velilla Moreno.
  • Consejo de Estado, Sección Primera, Sentencia del 19 de noviembre de 2009. Rad. 17001-23-31-000-2004-01492-01(AP). C.P. Rafael E. Ostau de Lafont Pianeta.
  • Consejo de Estado, Sección Primera, Sentencia del 18 de marzo de 2010. Rad. 44001-23-31-000-2005-00328-01. C.P. (e). María Claudia Rojas Lasso.
  • Consejo de Estado, Sección Primera, Sentencia del 12 de mayo de 2011. Rad. 41001-23-31-000-2004-01156-01(AP). C.P. María Elizabeth García González.
  • Consejo de Estado, Sección Tercera, Sentencia del 8 de junio de 2011. M.P. Jaime Orlando Santofimio.
  • Consejo de Estado, Sección Primera, Sentencia del 30 de junio de 2011. Rad. 50001-23-31-000-2004-00640-01(AP). C.P. Marco Antonio Velilla.
  • Consejo de Estado, Sección Primera, Sentencia del 24 de noviembre de 2011. Rad. 25000-23-25-000-2003-91193-01(AP). C.P. María Elizabeth García.
  • Consejo de Estado, Sección Primera, Sentencia del 16 de marzo de 2012. Rad. 41001-23-31-000- 2010-00537-01(AP). C.P. María Elizabeth García.
  • Consejo de Estado, Sección Primera, Sentencia del 6 de diciembre de 2012. Rad: 08001-23-33-000-2012-00156-01. C.P. Guillermo Vargas Ayala.
  • Consejo de Estado, Sala Plena, Sentencia del 3 de septiembre de 2013. C.P. Mauricio Fajardo Gómez.
  • Corte Constitucional, Sentencia C-493 del 2 de octubre de 1997. M.P. Fabio Morón Díaz.
  • Corte Constitucional, Sentencia C-126 del 1 de abril de 1998. M.P. Alejandro Martínez Caballero.
  • Corte Constitucional, Sentencia T-453 del 31 de agosto de 1998. M.P. Alejandro Martínez Caballero.
  • Corte Constitucional, Sentencia T-46 del 29 de enero de 1999. M.P. Hernando Herrera Vergara.
  • Corte Constitucional, Sentencia SU-157 del 10 de marzo 1999. M.P. Alejandro Martínez Caballero.
  • Corte Constitucional, Sentencia SU-167 del 17 de marzo de 1999. M.P. Alejandro Martínez Caballero.
  • Corte Constitucional, Sentencia C-636 del 31 de mayo de 2000. M.P. Antonio Barrera Carbonell.
  • Corte Constitucional, Sentencia T-697 del 29 de agosto de 2002. M.P. Jaime Araújo Rentería.
  • Corte Constitucional, Sentencia C-041 del 28 enero de 2003. M.P. Jaime Córdoba Triviño.
  • Corte Constitucional, Sentencia T-468 del 5 de junio de 2003. M.P. Rodrigo Escobar Gil.
  • Corte Constitucional, Sentencia C-075 del 8 de febrero de 2006. M.P. Rodrigo Escobar Gil.
  • Corte Constitucional, Sentencia C-341 del 3 de mayo de 2006. M.P. Jaime Araújo Rentería.
  • Corte Constitucional, Sentencia C-353 del 9 de mayo de 2006. M.P. Clara Inés Vargas.
  • Corte Constitucional, Sentencia C-554 del 25 de julio de 2007. M.P. Jaime Araújo Rentería.
  • Corte Constitucional, Sentencia T-760 del 25 de septiembre de 2007. M.P. Clara Inés Vargas.
  • Corte Constitucional, Sentencia T-049 del 24 de enero de 2008. M.P. Marco Gerardo Monroy Cabra.
  • Corte Constitucional, Sentencia T-299 del 3 de abril de 2008. M.P. Jaime Córdoba Triviño.
  • Corte Constitucional, Sentencia T-329 del 10 de abril de 2008. M.P. Rodrigo Escobar Gil.
  • Corte Constitucional, Sentencia T-049 del 24 de enero de 2008. M.P. Marco Gerardo Monroy Cabra.
  • Corte Constitucional, Sentencia C-750 del 24 de julio de 2008. M.P. Clara Inés Vargas Hernández.
  • Corte Constitucional, Sentencia T-546 del 6 de agosto de 2009. M.P. María Victoria Calle Correa.
  • Corte Constitucional, Sentencia T-587 del 27 de agosto de 2009. M.P. Jorge Ignacio Pretelt Chaljub.
  • Corte Constitucional, Sentencia C-595 del 27 de julio de 2010. M.P. Jorge Iván Palacio Palacio.
  • Corte Constitucional, Sentencia T-851 del 28 de octubre de 2010. M.P. Humberto Antonio Sierra.
  • Corte Constitucional, Sentencia C-220 del 29 de marzo de 2011. M.P Jorge Ignacio Pretelt Chaljub.
  • Corte Constitucional, Sentencia T- 458 del 31 de mayo de 2011. M.P. Jorge Ignacio Pretelt.
  • Corte Constitucional, Sentencia T-906 del 2 de noviembre de 2012. M.P. Jorge Ignacio Pretelt Chaljub.

  


 

 

  1. Este documento hace parte del Proyecto de Investigación denominado “Aproximaciones teóricas del Análisis Económico del Derecho” inscrito en Colciencias y financiado por la Universidad Externado de Colombia / Departamento de Derecho Económico.
  2. Abogado, Universidad de los Andes. Especialista en Derecho Contractual de la Universidad Externado de Colombia. Maestría en Derecho Económico de la Universidad de Chile. Estudiante de Doctorado en Derecho de la Universidad Externado de Colombia. Docente Investigador del Departamento de Derecho Económico de la Universidad Externado de Colombia en temas de Análisis Económico del Derecho y behavioral law and economics. This email address is being protected from spambots. You need JavaScript enabled to view it.
  3. Por la cual se desarrolla el artículo 88 de la Constitución Política de Colombia en relación con el ejercicio de las acciones populares y de grupo y se dictan otras disposiciones.
  4. Valga aclarar, es necesario ser cuidadoso con este punto de partida acerca de la definición de los derechos colectivos. De este modo lo evidencia López cuando advierte que en la literatura jurídica y política existen ciertamente variadas definiciones acerca de los derechos colectivos, y casi todas coinciden en decir que estos derechos no son derechos individuales. Sin embargo, advierte el autor que comprender los derechos colectivos a partir de la confrontación con los derechos individuales no es un camino conveniente, aunque sea útil para definir tales derechos colectivos (López, 2000, p. 103).
  5. Vid. Consejo de Estado, Sección Tercera, Sentencia del 25 de abril de 2002, Rad. 05001-23-31-000-2001-2012-01(AP-0388), C.P. Ricardo Hoyos Duque; Sección Primera, Sentencia del 20 de enero de 2005, Rad. 25000-23-25-000-2002-02261-01(AP), C.P. Camilo Arciniega Andrade; Sección Primera, Sentencia del 19 de noviembre de 2009, Rad. 17001-23-31-000-2004-01492-01(AP), C.P. Rafael E. Ostau de Lafont Pianeta; Sección Primera, Sentencia del 10 de mayo de 2007, Rad. 76001-23-31-000-2003-01856-01, C.P. Martha Sofía Sanz Tobón; Corte Constitucional, Sentencia T-049 del 24 de enero de 2008, M.P. Marco Gerardo Monroy Cabra.
  6. Vid. Consejo de Estado, Sección Tercera, Sentencia del 12 de octubre de 2000, Rad No. AP-082, C.P. Alier Eduardo Hernández Enríquez; Sección Tercera, Sentencia del 13 de febrero de 2006, Rad. 63001-23-31-000-2003-00861-01, C.P. Germán Rodríguez Villamizar; Sección Tercera, Sentencia del 11 de diciembre de 2003, Rad. 25000-23-25-000-2002-02212-01, C.P. Alier Eduardo Hernández Enríquez; Sección Tercera, Sentencia del 18 de marzo de 2004, Rad. 52001-23-31-000-2002-1750-01, C.P. Germán Rodríguez Villamizar; Sección Tercera, Sentencia del tres de julio de 2003, Rad. 54001233100020020090701, C.P. Alier Eduardo Hernández Enríquez; entre otras. En el mismo sentido, Suárez y Correa señalan que: “La naturaleza de los derechos [colectivos] es la de los de tercera generación, entendido por tal […], aquellos derechos cuyo disfrute no corresponde a un titular determinado y concreto, sino que a todos corresponde […]” (Suárez y Correa, 1999, p. 554).
  7. En el derecho comparado se identifica la noción de derechos individuales homogéneos, los cuales ciertamente tienen rasgos comunes y diferenciadores de los derechos subjetivos individuales.
  8. Señala el autor que esta característica pertenece a los que denomina “intereses esencialmente colectivos” dentro de los que se encuentran tanto los derechos difusos como los derechos colectivos. Asimismo, menciona como ejemplo de aquellos “[…] el interés en la preservación del patrimonio histórico, en la conservación del medio ambiente, en la eliminación de la publicidad engañosa o en la preseración [sic] de un paisaje [sic]” (Da Silva, 2004, p. 83).
  9. Según lo advierte en concreto Gidi, la indivisibilidad, transindividualidad (la supeindividualidad y la metaindividualidad) del derecho material son propiedades que no se distinguen entre los derechos difusos y colectivos, pero que sí permiten diferenciar a este conjunto de los denominados “derechos individuales homogéneos”, ello “[…] debido a su carácter [el de los derechos individuales homogéneos] predominantemente individualizado, son divisibles entre los integrantes de la comunidad de víctimas titulares del derecho material” (Gidi, 2004a, p. 31).
  10. En efecto, tomando como base el Código Modelo de Procesos Colectivos para Iberoamérica, Gidi argumenta que es necesario hacer una distinción entre derechos difusos por un lado y derechos colectivos por el otro. En concreto, el autor advierte que para caracterizar uno y otro –y además los derechos individuales homogéneos– es necesario utilizar tres criterios básicos: (i) titularidad del derecho material, (ii) divisibilidad del derecho material, y (iii) origen del derecho material. En lo que corresponde al primero de los criterios se dice que no existe diferencia entre uno u otro derecho: “Hay sólo un titular del derecho: la comunidad, la colectividad o la comunidad de víctimas indivisiblemente consideradas, ya sea conforme a un derecho difuso, colectivo o individual homogéneo respectivamente. Las personas que componen la comunidad o la colectividad es que son varias e indeterminadas o indeterminables; no el titular del derecho material entre sí” (Gidi, 2004a, p. 30). En lo que corresponde al segundo criterio, no existen tampoco diferencias entre derechos colectivos y derechos difusos. La diferencia entre derechos colectivos y difusos está dada por el origen del derecho material: “En los derechos difusos las personas que componen la titularidad del derecho no son ligadas por un vínculo jurídico previo, sino por meras circunstancias de hecho. En los derechos colectivos, las personas que componen la titularidad colectiva del derecho son ligadas por una previa relación jurídica-base que mantienen entre sí o con la contraparte” (Gidi, 2004a, p. 31). Sobre este mismo punto –en el ámbito local– Correa indica que en efecto la Constitución colombiana incorporó un catálogo de derechos cuyo titular es la comunidad en general, pero de los que, sin embargo, no se ha puesto de acuerdo la doctrina acerca de su denominación “[…] toda vez que en ocasiones se habla intereses difusos, en otras de derechos colectivos, también hay quienes los llaman intereses de grupo y otros no dudan en calificarlos de derechos solidarios” (Correa, 2005, pp. 2-3). En el mismo orden, la Corte Constitucional en Colombia ha señalado que, en efecto: “[…] a diferencia de lo que ocurre en otros sistemas jurídicos, entre nosotros la ley no distingue entre los derechos colectivos propiamente dichos, los de incidencia colectiva y los intereses difusos” (Sentencia T-587 del 27 de agosto de 2009, M.P. Jorge Ignacio Pretelt Chaljub; Sentencia T-906 del 2 de noviembre de 2012, M.P. Jorge Ignacio Pretelt Chaljub).
  11. Cfr. Santofimio (2010, p. 29).
  12. Valga anotar, la indivisibilidad del derecho material entendida (según la definición que procede) como imposibilidad de apropiación individual, o no exclusión del derecho, es una característica de la definición incluso más polémica que la de la indeterminación en la titularidad. Sin embargo, a este respecto vale citar la opinión de Pisciotti, quien ratifica que en ocasiones: “[l]a doctrina utiliza la expresión intereses difusos para referirse a intereses referidos a bienes no susceptibles de apropiación exclusiva (intereses relativos a un medio ambiente no contaminado o una actividad publicitaria no engañosa), y en este sentido se entienden como indivisibles” (Pisciotti, 2001, p. 62). Sin embargo, agrega el autor que un segmento de la doctrina indica que en todo caso dentro de la concepción amplia del interés de grupo pueden entenderse intereses propiamente individuales pero que por razones económicas o procesales se ejercen de manera colectiva. Lo anterior supone interpretaciones que se contraponen de cara a definir los intereses difusos; por un lado una concepción estricta del interés difuso traducible en que la titularidad de este pertenece a todo el grupo de manera indivisible, y por otro lado, una concepción más amplia en la que resulta admisible en ciertas hipótesis la divisibilidad del bien.
  13. Cfr. Pisciotti (2001).
  14. Respecto de los reflejos explícitos e implícitos de esta definición en la jurisprudencia local valga mencionar que la misma fue tomada de manera literal por el Consejo de Estado en la Sección Tercera, Sentencia del 5 de octubre de 2005, Rad. 2001-23-31-000-2001 (AP-01588)-01, C.P. Ramiro Saavedra Becerra. Del mismo modo, y en lo se refiere a los reflejos implícitos valga mencionar la Sentencia de la Sección Tercera del 29 de junio de 2000, Rad. Expediente AP-001, C.P.: Alier Eduardo Hernández Enríquez; Sentencia de la Sección Tercera del 11 de diciembre de 2003, Rad. 25000-23-25-000-2002-02212-01, C.P. Alier Eduardo Hernández Enríquez; Sección Tercera, Sentencia del 22 de enero de 2004, Rad. 25000-23-26-000-2001-00527-03(AP), C.P. Alier Eduardo Hernández Enríquez; Sección Primera, Sentencia del 30 de junio de 2011, Rad. 50001-23-31-000-2004-00640-01(AP), entre otras, en las cuales se indicó que: “Los [intereses] colectivos son intereses de representación difusa, en la medida en que suponen la reivindicación de derechos cuyo titular es un grupo de personas que, en principio, puede ser indeterminado o indeterminable”. Esta última definición fue acogida también por la Corte Constitucional en Sentencia T-587 del 27 de agosto de 2009, M.P. Jorge Ignacio Pretelt Chaljub; Sentencia T-906 del 2 de noviembre de 2012, M.P. Jorge Ignacio Pretelt Chaljub.
  15. Autores como Zaneti, a partir del Código Modelo de Procesos Colectivos para Iberoamérica definen los que hemos denominado acá como derechos colectivos (que en realidad este denomina derechos difusos) haciendo también acento sobre la titularidad individual del derecho, concretamente indica que estos derechos son “[…] aquellos transindividuales (metaindividuales, supraindividuales, pertenecientes a varios individuos), de naturaleza indivisible (sólo pueden ser considerados como un todo), y cuyos titulares sean personas indeterminadas (o sea, indeterminabilidad de los sujetos, no hay individuación) vinculadas por circunstancias de hecho, no existe un vínculo común de naturaleza jurídica […]” (Zaneti, 2004, pp. 46-47).
  16. Como se verá más adelante, entender los derechos colectivos como “bienes” no es un asunto trivial. Por ahora valga referenciar que de una manera más concreta, autores como Da Silva entienden en este caso el “bien” (latissio sensu) como el objeto de interés del derecho, interés este al que se asocian por antonomasia un grupo de interesados dentro de los cuales no es posible dividir dicho interés (Da Silva, 2004, p. 83), y por lo mismo –podría decirse– tampoco sería divisible el “bien”.
  17. Negrillas y subrayas fuera de texto. Vid. Consejo de Estado, Sección Tercera, Sentencia del 25 de abril de 2002, Rad. 05001-23-31-000-2001-2012-01(AP-0388), C.P. Ricardo Hoyos Duque, citada en Sección Primera, Sentencia del 10 de Mayo de 2007, Rad. 76001-23-31-000-2003-01856-01, C.P. Martha Sofía Sanz Tobón; Sección Primera, Sentencia del 20 de enero de 2005, Rad. 25000-23-25-000-2002-02261-01(AP), C.P. Camilo Arciniega Andrade; Sección Primera, Sentencia del 18 de marzo de 2010, Rad. 44001-23-31-000-2005-00328-01, C.P. (e). María Claudia Rojas Lasso; Sección Primera, Sentencia del 19 de noviembre de 2009, Rad. 17001-23-31-000-2004-01492-01(AP), C.P. Rafael E. Ostau de Lafont Pianeta; Sección Primera, Sentencia del 16 de marzo de 2012, Rad. 41001-23-31-000- 2010-00537-01(AP), C.P. María Elizabeth García González; Sección Primera, Sentencia del 6 de diciembre de 2012, Rad: 08001-23-33-000-2012-00156-01, C.P. Guillermo Vargas Ayala. También en Corte Constitucional; Sentencia T-049 del 24 de enero de 2008, M.P. Marco Gerardo Monroy Cabra, y Sentencia T-906 del 2 de noviembre de 2012, M.P. Jorge Ignacio Pretelt Chaljub.
  18. En el ámbito local, en estricto sentido no tiene mayor sentido práctico la delimitación de una noción acerca de los derechos colectivos, mucho menos dotar a esta de un valor normativo, ello por cuanto –además de la dificultad propia que supone definir estos derechos–, la jurisprudencia local ha optado por reconocer como derechos colectivos solamente a aquellos derechos que de manera explícita sean descritos como tal ya sea en la Constitución, la Ley y/o en los tratados internacionales. Como lo argumentamos en un trabajo anterior, tal circunstancia puede erigirse como una manera de contrarrestar interpretaciones mediante las cuales pueda considerarse eventualmente que todo lo que afecte el interés general y/o a un número plural de personas, sea considerado per se como una afectación a un derecho colectivo (Monroy y Pinzón, 2012, p. 19).
  19. También en este punto vale citar la opinión de Santofimio (2010, pp. 30-31) cuando indica que en el contexto local, conforme el inciso del art. 4 de la Ley 472 de 1998 también pueden ser considerados como derechos colectivos otros, no definidos legalmente pero que (i) desde una perspectiva material poseen las características materiales de aquellos, y (ii) se definen como tales en la Constitución, las leyes o los tratados internacionales. A este respecto, diferimos parcialmente de esta opinión dado que precisamente –se insiste– no es cierto que varios de los catalogados explícitamente como derechos colectivos en la propia Ley 472 de 1998 respondan a las características materiales de estos derechos.
  20. Sobre este mismo punto, Perloff manifiesta que “[l]a rivalidad significa que tan sólo una persona puede consumir el bien: el bien usado en el proceso de consumo, se agota. […] La exclusión significa que se puede impedir que haya terceros que consuman el bien” (Perloff, 2004, p. 672).
  21. Valga aclarar, aunque no es objeto del presente trabajo, la identificación de los recursos que es posible excluir mas no rivalizar bajo la denominación de “recursos anti-comunes” es una noción defendida originalmente por Heller (1998), la cual sin embargo ha sido objeto de controversia en la literatura económica (Fuentes, 2007, 2009).
  22. Como lo ilustra Hardin (1991), es factible identificar bienes como la información como un bien de oferta conjunta e imposible de excluir, sin embargo, si se trata de un bien físico no es fácil encontrar un caso de un bien que cumpla estrictamente las dos propiedades. Así por ejemplo, aunque el aire ha sido considerado históricamente como un bien de oferta conjunta (no rivalizable), lo cierto es que hoy día muchos agentes consumen este bien de diferentes maneras, y cada vez es más evidente que estos consumos individuales alteran el consumo de los demás agentes (Hardin, 1991, pp. 83-84). Del mismo modo, hasta hace pocas décadas pensar en un mercado de agua potable embotellada era una idea extraña en el sentido de que el agua potable parecía entenderse más como un recurso no excluyente, sin embargo, hoy día este mercado y la exclusión en el acceso al recurso parece una circunstancia muy común. En similar sentido, la aparición y expansión de mercados en los que se ofrece al público en tiendas regulares tanques de oxígeno, desvirtúa el que ha sido por excelencia el quizá más claro ejemplo de un recurso no excluyente, el aire.
  23. Vale decir, el autor aclara que la noción de “no exclusión” –que suele utilizar mayoritariamente la literatura– como característica definitoria de los bienes públicos posee un alcance conceptual diferente del que él denomina como “incapacidad de controlar la exclusión”, esta segunda noción, más que la primera, perfila de mejor manera una de las propiedades del bien público (la otra propiedad es la conjunción de oferta). En efecto, el autor expone el caso del apicultor que es incapaz de controlar cuál de sus vecinos floricultores recibirá los beneficios fertilizadores de las abejas; en este caso existe exclusión en el sentido de que una flor más fertilizada del floricultor X significa una flor menos fertilizada del floricultor Y. El problema en este caso no se expresa de manera precisa como una cuestión de “no exclusión” sino mejor como “incapacidad de controlar la exclusión” (Snidal, 1991, p. 183).
  24. Así, un ejemplo que ilustra lo referido a posibilidad de controlar quién se apropia o no del recurso es de la señal de televisión. En concreto, si bien esta señal –transmitida por el aire– puede considerarse como un típico ejemplo de un recurso no excluyente, este se convierte en un recurso sujeto a exclusión, es decir controlable en su apropiación, cuando por ejemplo dicha señal es transmitida por cable (Snidal, 1991, pp. 189-190).
  25. En el contexto ambiental, Azqueta (2007) indica que la “propiedad de no exclusión” alude al hecho de que si el recurso se ofrece a una persona, se ofrece simultáneamente a todas las demás. “[Un] alcalde que obliga a los transportistas a cambiar su flota para limpiar el aire, puede estar preocupado exclusivamente por la salud de los miembros de su familia. Puede incluso que en su municipio viva también un grupo opositor al que le gustaría ver, es un ejemplo, pudriéndose en el infierno. El hecho es que, cualquiera que sea el motivo que le ha impulsado a tomar la medida, no puede impedir que todo el mundo, incluidos los peores enemigos, se beneficien de ella” (Azqueta, 2007, p. 46). A su turno, sobre la “propiedad de la no rivalidad en el consumo” (que hemos denominado acá como oferta conjunta) el mismo autor indica que esta supone que si una persona consume el bien, ello no impide que otra también lo consuma. “El hecho que yo escuche un programa de radio, circule con mi bicicleta por una ‘vía verde’ […] o contemple una puesta del sol, no le impide a usted hacer lo mismo, a no ser que yo congestione el acceso (cosa imposible en la radio, pero que a lo mejor ocurre con la bicicleta o la puesta del sol en un escenario determinado)” (Azqueta, 2007, p. 46).
  26. En lo que respecta a la contaminación o el ruido como externalidad y como bien público tomemos el ejemplo expuesto por Varian (1996). Concretamente supóngase un par de compañeros universitarios que deciden compartir una habitación, uno de ellos es fumador y el otro no es lo es (aunque le molesta el humo del cigarrillo). Si los derechos de propiedad se encuentran claramente definidos (y es altamente probable que en este caso sea así), es factible que los dos estudiantes lleguen a un acuerdo ya sea para que –por ejemplo– el fumador pague al no fumador por la “molestia” que le genera a este último, o que el no fumador pague al fumador por evitar que este fume en la habitación. Ahora, supóngase que en este caso se opta por la primera regla (fumador paga) y días después llega un nuevo estudiante no fumador a compartir también la habitación; en este caso el problema que surge es que los dos estudiantes no fumadores deben ponerse de acuerdo acerca de si la compensación que paga originalmente el fumador por generar el humo es suficiente para ellos, y en caso tal, los involucrados deben resolver la forma como esta compensación se distribuirá entre ellos. Ahora, supóngase que ingresa un cuarto, un quinto, o un sexto compañero no fumador, en este caso, todos desde el primero hasta el último estudiante sufren en la misma proporción la molestia generada por el fumador. En este caso “[l]a externalidad del humo que afecta a tres [o varias] personas es un ejemplo de bien público, un bien que debe suministrarse en la misma cantidad a todos los consumidores afectados. En este caso, la cantidad de humo generada será la misma para todos los consumidores; es posible que cada uno valore de forma distinta, pero todos tendrán que consumir la misma cantidad” (Varian, 1996, pp. 605-606).
  27. Sobre este supóngase el caso de una cantera que se encuentra en un terreno alejado y sin dueño (supongamos adicionalmente que las minas no son propiedad de la Nación). Si ello es así, ciertamente existen incentivos para que varios explotadores lleguen a la cantera a tratar de extraer los minerales. En este caso, no hay posibilidad de que algún individuo impida el acceso a la cantera (no hay exclusión), pero, cada acto de extracción deja menos de estos a los demás explotadores. Como es lógico, cada explotador independientemente tratará de extraer la mayor cantidad de minerales en el menor tiempo posible, dejando de lado los efectos negativos que su actuar individual le genere a las demás empresas e incluso a sí mismo.
  28. Así por ejemplo, un paisaje o el típico caso del faro resulta ser un bien público por la naturaleza misma del bien y no porque la sociedad, el Estado lo ha determinado así, es decir, el bien no se presta per se a la exclusión. En este caso, una decisión de Estado no tiene ningún efecto sobre la imposibilidad o posibilidad de exclusión. Por el contrario en el caso, por ejemplo, de un parque urbano (vgr. Central Park en Nueva York) su uso sí resulta ser no excluyente por una decisión misma de la sociedad, de suerte que, si no existiese tal decisión seguramente el parque dejaría de existir o lo que es lo mismo, operaría la exclusión a través de la “privatización” del mismo.
  29. El hecho de que los beneficios que devienen del uso, el consumo, la explotación del bien común no sean excluyentes, pero sí generen rivalización, conduce en la mayoría de los casos a un comportamiento “sobreexplotador” del recurso, lo que en el tiempo puede llevar a la extinción misma del recuso, situación esta última que es comúnmente denominada como “tragedia de los comunes” (Hardin, 1968).
  30. Un ejemplo alternativo es propuesto por Hardin (1991) al referirse al aire en la América precolombina, un recurso que posee –al menos teóricamente una oferta de facto infinita–, sin embargo, en las circunstancias actuales –dado el nivel de contaminación– pareciera que ese aire toma más la forma de un recurso común.
  31. Aquí vale precisar que existe ciertamente una identidad conceptual entre externalidades, por un lado, y recursos comunes y bienes públicos por el otro (Laffont, 1996, p. 33). En concreto, se dice que estos últimos son en realidad casos específicos de aquellas (Azqueta, 2007, p. 50).
  32. En este punto vale mencionar que en un artículo anterior (cfr. Monroy y Pinzón, 2012) defendimos la idea de que en el ámbito local, los derechos colectivos podían defenderse consistentemente bajo la perspectiva propia de los “bienes públicos” y los problemas asociados a su provisión tal y como se entiende ello desde la perspectiva económica. En el presente trabajo, es de mencionar, corregimos nuestra tesis original en el sentido de que –como lo veremos más adelante– no es cierto que todos los derechos colectivos puedan examinarse de manera consistente como si se tratase de bienes públicos, sino que también en ocasiones adquieren la forma de “recursos comunes” e incluso también la forma de “bienes privados”.
  33. Cfr. Bujosa (1995). 
  34. La misma circunstancia es replicable en otros objetos sobre los que recae el derecho colectivo, vgr. el medio ambiente “sano”. Sobre este particular vale citar la opinión de Santofimio (2010, p. 15) para quien efectivamente –en términos generales– el tema de los derechos colectivos es más que un simple problema de legalidad, sino que se circunscribe al contexto fáctico (lo que hemos denominado como estado de cosas) en el que se debe verificar si la afectación al derecho se deriva de un actuación u omisión de las autoridades, o de cualquier otro sujeto.
  35. Según Gidi, la acción popular, a la cual en su caso denomina como acción colectiva es “[…] la acción propuesta por un representante (legimitación) en la defensa de un derecho colectivamente considerado (objeto del proceso) cuya inmutabilidad en la autoridad de la sentencia alcanzará a un grupo de personas (cosa juzgada). En una acción colectiva los derechos del grupo son representados en juicio por un representante y la sentencia será respecto a toda la controversia colectiva, alcanzando a los miembros titulares del derecho del grupo” (Gidi, 2004b, p. 15).
  36. Cfr. Corporación Excelencia en la Justicia (2008).
  37. Recordemos que conforme el esquema descrito en la sección segunda anterior, lo que denominamos como el “control” de la exclusión puede referirse a múltiples circunstancias, unas encuadrables en la concepción jurídica tradicional del derecho de propiedad, pero otras no. En este orden, por ejemplo, el ejercicio de una acción popular puede generar múltiples beneficios a algunos individuos, en este caso, la pregunta relevante para nuestros efectos es si es factible (no solo si es conveniente) excluir, esto es, controlar los beneficios y beneficiarios del ejercicio de la acción judicial.
  38. Cuando nos refiramos a “medios” dirigidos a proveer el derecho, concentraremos nuestro análisis en los mecanismos jurisdiccionales aparejados a los derechos colectivos, estos son las acciones populares, las cuales han sido definidas por Santofimio como “[…] un medio procesal destinado a hacer prevalecer los derechos de solidaridad del pueblo colombiano reconducidos bajo el concepto de interés general en los términos de la Constitución Política […]” (Santofimio, 2010, p. 23). Si bien, debemos aceptarlo, no son los únicos medios dirigidos a garantizar o proveer tales derechos (vgr. también se encuentran los mecanismos de provisión pública), al menos si son los mecanismos más efectivos con los que cuentan los individuos para lograr tal provisión o garantía.
  39. Principalmente cabe resaltar la Sentencia C-041 del 28 enero de 2003, M.P. Jaime Córdoba Triviño, que se pronunció sobre la exequibilidad del Art. 90.2. de la Ley 142 de 1994, pero también esta situación se ratifica en la Sentencia T-546 del 6 de agosto de 2009, M.P. María Victoria Calle Correa; Sentencia C-353 del 9 de mayo de 2006, M.P. Clara Inés Vargas; Sentencia T-697 del 29 de agosto de 2002, M.P. Jaime Araújo Rentería; Sentencia C-075 del 8 de febrero de 2006, M.P. Rodrigo Escobar Gil; Sentencia C-636 del 31 de mayo de 2000, M.P. Antonio Barrera Carbonell; Sentencia C-493 de 2 de octubre de 1997, M.P. Fabio Morón Díaz, entre otras.
  40. Valga mencionar que la autora referenciada advierte que el esquema de prestación de servicios públicos de libre competencia adoptado en Colombia es relativamente extraño en el contexto de los países latinoamericanos, en los cuales ciertamente es más común que subsistan modelos de prestación estatal y/o de concesión en la prestación a empresas privadas.
  41. Recordemos que en términos de Snidal (1991) existe una diferencia conceptual entre “no exclusión” e “incapacidad de controlar la exclusión”, y que dicha incapacidad delimita de mejor manera –al menos– la noción de bien público (vid. Nota supra 23). Con todo, incluso si aplicamos el concepto de “incapacidad de controlar la exclusión” al caso de los servicios públicos domiciliarios, el resultado es que en este campo resultan verificables mecanismos económicos que permiten controlar dicha exclusión.
  42. En ocasiones estos “bienes privados” estricto sensu en los que el Estado está en todo caso interesado en proveer a toda la sociedad reciben precisamente la denominación de bienes privados suministrados por el Estado. El caso paradigmático de estos es la educación o la salud. Concretamente lo que sucede es que en estos casos, el costo marginal de distribuir el bien entre más personas es alto (caso contrario del bien público), así, si la demanda de estudiantes por educación pública se duplica, entonces probablemente los costos de proveer el recurso también se dupliquen, empero, hay que decirlo, la razón por la cual este tipo de recursos es provisto por el Estado no suele obedecer a criterios de eficiencia (vgr. una falla de mercado) sino al cumplimiento de objetivos distributivos (Stiglitz, 2000, pp. 158-159); sin embargo, también hay que decirlo, aun bajo estos supuesto, la gratuidad que suele acompañar a este tipo de bienes genera exceso de consumo (vgr. supóngase el caso del servicio de acueducto gratuito), una especie de ineficiencia que puede ser, al menos reducible mediante un sistema de racionamiento –tal como el establecimiento de tarifas– que ciertamente tienda a excluir el consumo.
  43. Otro hipotético caso en el que el análisis previo también resulta consistente es el de la actividad financiera, también especie de servicio público. En este caso en concreto vale anotar, ha indicado la Corte Constitucional que el “acceso” al servicio se concreta en la garantía por parte de las entidades financieras de dar igual trato a los potenciales usuarios; igualdad entendía como homogeneidad en las oportunidades para alcanzar la prestación eficiente de los servicios que aquellas prestan, lo que no es sinónimo de universalidad (stricto sensu) en la prestación, ello, dado que es posible que las entidades financieras en desarrollo de su libertad contractual limitada “excluyan” del servicio a ciertas personas, siempre y cuando dicha exclusión responda a factores objetivos y razonables. (Vid. Sentencia SU-167 del 17 de marzo de 1999, M.P. Alejandro Martínez Caballero; Sentencia SU-157 de 1999, M.P. Alejandro Martínez Caballero; Sentencia C-341 del 3 de mayo de 2006, M.P. Jaime Araújo Rentería; Sentencia T-468 del 5 de junio de 2003, M.P. Rodrigo Escobar Gil; Sentencia T-329/08 del 10 de abril de 2008, M.P. Rodrigo Escobar Gil). De hecho, como un contrasentido con la noción de los derechos colectivos, ha señalado la misma Corte que los servicios financieros se tratan de “bienes meritorios”, respecto de los cuales opera el “principio de exclusión” que supone el cumplimiento de ciertos requisitos por parte del potencial beneficiario para que el servicio sea efectivamente prestado (Vid. Sentencia T-468 del 5 de junio de 2003, M.P. Rodrigo Escobar Gil).
  44. Sobre este particular, por ejemplo, el Art. 152 de la Ley 142 de 1994 establece que el derecho de petición (un derecho de inminente características subjetivas) es de la esencia del contrato de servicios público, y mediante este, es factible que los usuarios requieran a los prestadores del servicio para que instalen servicios, los reconecten, midan los consumos, mejoren la calidad del servicio, entre otras prestaciones, que en mayor o menos medida efectivamente están relacionadas con el derecho al acceso eficiente y oportuno a los servicios públicos –domiciliarios–.
  45. Alternativamente, en el caso de los servicios públicos domiciliarios, dicha mixtura entre intereses comunes e intereses estrictamente individuales en una misma comunidad, bien puede llevarnos a suponer que en este caso estamos ante una categoría intermedia de derechos, eventualmente, los que el derecho y la doctrina foránea denomina como “derechos individuales homogéneos” (Da Silva, 2004; Gidi, 2004a; Zaneti, 2004).
  46. Conforme lo anotamos previamente, a los que hemos denominado como recursos no excluyentes se asocian problemas relacionados derivados de la ocultación de preferencias de los consumidores, una de cuyas expresiones es precisamente los comportamientos tipo free-rider.
  47. Consejo de Estado, Sección Cuarta, Sentencia del 11 de junio de 2004, Rad. 01423-01, M.P. Ligia López Díaz; Sección Primera, Sentencia del 22 de enero de 2009, Rad. Exp. 03002-01, M.P. María Claudia Rojas Lasso; Sección Primera, Sentencia del 22 de enero de 2009, Rad. 68001-23-15-000-2003-00521-01(AP), C.P. Marco Antonio Velilla Moreno; Sección Primera, Sentencia del 11 de diciembre de 2006, Rad. 50001-23-31-000-2002-09216-01(AP), M.P. Gabriel Eduardo Mendoza Martelo; Sección Tercera, Sentencia del 8 de junio de 2011, M.P. Jaime Orlando Santofimio; Sala Plena, Sentencia del 3 de septiembre de 2013, C.P. Mauricio Fajardo Gómez.
  48. Nótese que estas medidas preventivas de desastres guardan identidad en lo que a imposibilidad de exclusión se refiere con otros recursos tales como los faros, el control preventivo de plagas, y las alarmas contraincendios, los cuales en efecto como se señaló constituyen ejemplos de bienes públicos referenciados en la literatura microeconómica.
  49. Si el mecanismo de prevención se encuentra implementado (supóngase una edificación sismo-resistente), es risible tratar de excluir a alguien en concreto de los beneficios que se generarían si ante un sismo la edificación no sufre daños.
  50. Sobre esta hipotética ineficiencia asociada a la implementación de la medida preventiva, supóngase el ejemplo de pintar o no líneas reflectivas en la calle, en este caso muy probablemente, los beneficios asociados a la existencia de estas líneas –descontando los costos de pintarlas– son superiores a los beneficios asociados a que estas líneas no existiesen, esto es, el ahorro que supone por no pintarlas.
  51. En este caso, la sumatoria de los valores a pagar por cada individuo es de $4.000 ($100 x 40), los costos de las líneas son de $1.000, y los costos de la acción popular son de $600, por lo que los beneficios netos en es este caso son el resultado de restar los costos de provisión ($1.600) del beneficio bruto ($4.000).
  52. En el ejemplo formulado, se asumió que los beneficiarios eran las 40 personas que habitaban entre las dos ciudades, sin embargo, este supuesto es en la mayoría de los casos poco realista; simplemente agréguese al supuesto el hecho de que una persona que no vive en ninguna de las dos ciudades utiliza la carretera, ¿cómo contabilizamos a estos beneficiarios de la medida?
  53. Sobre este punto por ejemplo, Santofimio (2010, p. 31), al aproximarse a una noción del medio ambiente sano, y haciendo alusión explícita a la Sentencia C-383 del 13 de mayo de 2003 de la Corte Constitucional, incluye explícitamente en este el manejo y aprovechamiento racional de los recursos naturales, ello, para garantizar su desarrollo sostenible, su conservación, restauración y sustitución.
  54. Vid. Corte Constitucional, Sentencia C-595 del 27 de julio de 2010, M.P. Jorge Iván Palacio Palacio; Sentencia T-453 del 31 agosto de 1998, M.P. Alejandro Martínez Caballero; Sentencia T-46 del 29 de enero de 1999, M.P. Hernando Herrera Vergara; Consejo de Estado, Sección Tercera, Sentencia del 27 de septiembre de 2001, Rad. AP-25000-23-25-000-2001-0223-01, C.P. Jesús María Carrillo Ballesteros; Sección Primera, Sentencia del 18 de marzo de 2010, Rad. 44001-23-31-000-2005-00328-01, C.P. (e). María Claudia Rojas Lasso; Sección Primera, Sentencia del 12 de mayo de 2011, Rad. 41001-23-31-000-2004-01156-01(AP), C.P. María Elizabeth García González.
  55. Vid. Corte Constitucional, Sentencia T-851 del 28 de octubre de 2010, M.P. Humberto Antonio Sierra; Sentencia C-750 del 24 de julio de 2008, M.P Clara Inés Vargas Hernández y Sentencia T-299 del 3 de abril de 2008, M.P. Jaime Córdoba Triviño.
  56. Sentencia T-760 del 25 de septiembre de 2007, M.P. Clara Inés Vargas Hernández; Sentencia C-554 del 25 de julio de 2007, M.P. Jaime Araújo Rentería.
  57. Corte Constitucional, Sentencia C-813 del 18 de noviembre de 2009, M.P. Jorge Ignacio Pretelt Chaljub; Sentencia C-534 del 16 de octubre de 1996, M.P. Fabio Morón Díaz; Sentencia C-126 del 1 de abril de 1998, M.P. Alejandro Martínez Caballero.
  58. Corte Constitucional, Sentencia C-595 del 27 de julio de 2010, M.P. Jorge Iván Palacio Palacio; Sentencia T- 458 del 31 de mayo de 2011, M.P. Jorge Ignacio Pretelt; C-220 del 29 de marzo de 2011, M.P. Jorge Ignacio Pretelt Chaljub; Sentencia C-126 del 1 de abril de 1998, M.P. Alejandro Martínez Caballero.
  59. Corte Constitucional, Sentencia T- 458 del 31 de mayo de 2011, M.P. Jorge Ignacio Pretelt.
  60. Corte Constitucional, Sentencia C-220 del 29 de marzo de 2011, M.P. Jorge Ignacio Pretelt Chaljub; Sentencia T- 458 del 31 de mayo de 2011, M.P. Jorge Ignacio Pretelt.
  61. Corte Constitucional, Sentencia C-220 del 29 de marzo de 2011, M.P. Jorge Ignacio Pretelt Chaljub.
  62. Consejo de Estado, Sección Primera, Sentencia del 24 de noviembre de 2011, Rad. 25000-23-25-000-2003-91193-01(AP), C.P. María Elizabeth García. En este caso se ordenaron medidas consistentes en el control de la contaminación del agua por actividades relacionadas con la sobrexplotación de recursos marinos; demolición de construcciones ilegales en un parque natural.
  63. Consejo de Estado, Sección Primera, Sentencia del 29 de marzo de 2007, Rad. 19001-23-31-000-2003-01327-01(AP), C.P. Martha Sofía Sanz Tobón. En este caso se le ordenó a un ente territorial y unos particulares restaurar un área afectada por la explotación ilegal de oro.
  64. Sobre este punto por ejemplo, Laffont (1996, p. 33) propone como ejemplo de recurso no excluyente, los programas de reducción de la contaminación.
  65. Si bien el medio ambiente tiene alguna capacidad de regeneración (vgr. convertir dióxido de carbono en oxígeno), esta es ciertamente limitada.
  66. Sobre este particular, Bernanke y Frank (2007) utilizan como ilustración el caso del alto nivel de contaminación del mar Mediterráneo. En concreto, dado que muchos países limitan con este mar, y teniendo en cuenta que cada uno de estos puede tener políticas internas diferentes sobre contaminación, entonces, en realidad pareciera incluso irracional que un país dejase de contaminar si los demás no dejan también de hacerlo (Bernanke y Frank, 2007, p. 381).
  67. Así por ejemplo, el prohibir cierta explotación minera en un parque natural, es equivalente a preservar el parque en sí. Los beneficiarios de esta medida son de lejos mucho más que aquellos que visitan el parque. Como muchos recursos ambientales, estos cumplen funciones de importancia global. ¿Qué mecanismo de exclusión puede idearse para que todos quienes a nivel mundial se benefician de que haya en un país más parques naturales preservados paguen por los beneficios que reciben?
  68. Esta misma consecuencia positiva también es reputable de las concreciones del derecho a “la seguridad y prevención de desastres previsibles técnicamente” analizado en la subsección 3.2. anterior.
  69. Desde la perspectiva del AED se dice que, las normas tienden a adoptar la misma función de los precios en un mercado, proporcionando señales en cuanto a los costos de cumplimiento o de incumplimiento de la norma o los beneficios asociados a cada curso de acción. De este modo, y como lo hemos defendido en trabajos anteriores (cfr. Monroy y Pinzón, 2012), la norma en sí misma, y así no incluya explícitamente un valor que pueda interpretarse en términos monetarios, configura una función de “valor esperado” para la toma de decisiones de todos los agentes involucrados.
  70. Posner (2007) denomina a estos “precios implícitos” como “precios sombra”. Concretamente advierte el autor que las normas jurídicas (aunque en concreto menciona las decisiones judiciales en el marco del Derecho anglosajón) suponen un incentivo para prevenir ciertos tipos de comportamientos (vgr. si producimos un accidente, deberíamos tener que pagar una compensación), de suerte que al alterar los “precios sombra” asociados a cierta acción individual, se pueden afectar los comportamientos de los individuos hacia futuro dentro de una colectividad. En este orden, señala el autor, “[…] el juez debe considerar el impacto probable de fallos alternativos sobre el comportamiento futuro de la gente que realiza actividades que [por ejemplo] pueden originar la clase de accidentes que está conociendo. […] si el fallo favorece al demandado porque es una persona ‘meritoria’, aunque descuidada, la decisión alentará a individuos similares a ser descuidados, un tipo de comportamiento costoso [para la sociedad]” (Posner, 2007, p. 59).
  71. Al hacer un acento sobre el segundo y tercer tipo de normas como incentivos dirigidos a generar bienestar, ello no significa que el primer tipo de normas jurídicas, esto es, aquellas dirigidas a facilitar la maximización de la utilidad de los individuos, atendiendo a sus propias restricciones sean irrelevantes de cara a proveer, garantizar bienestar colectivo o de un grupo en particular, sin embargo, parece ser, este tipo de norma puede subsumirse en los otros dos tipos de norma, así por ejemplo, si el Estado establece algún tipo de descuento en impuestos en contraprestación al establecimiento de un sistema de producción más limpia, ello puede lograr tanto una mejora en el bienestar colectivo y además puede permitir que las empresas –que implementen el sistema– incrementen los beneficios económicos derivados de su propia actividad.
  72. En concreto, el autor indica que para hablar de oferta conjunta (no rivalidad) se requiere que el costo marginal de extender el consumo de una unidad dada del bien a un consumidor adicional sea igual a cero (Condición CMext= 0), si ello es así, y asumiendo que existe al menos un consumidor potencial que valúe positivamente el recurso (Condición UMn≤0), entonces efectivamente la eficiencia exige que el bien se extienda a este (Snidal, 1991, pp. 177, 192).
  73. Como lo sugiere Snidal, y siguiendo con la nota anterior, “[…] los bienes públicos no tienen restricciones en su distribución y de este modo cumplen el criterio de optimalidad en la distribución […] Pero la ausencia de exclusión hace inviable la producción de los bienes públicos puros por un empresario maximizador de los beneficios. Los consumidores no tienen incentivos para pagar por el bien dado que no puede evitarse que lo consuman una vez ha sido producido” (Snidal, 1991, p. 193).
  74. Sobre el tratamiento teórico del “valor colectivo” en nuestro trabajo anterior defendimos la idea de que “[…] al ser los derechos colectivos asignados a una población indeterminada (tal y como lo entiende la tradición jurídica) ello implica desde la teoría económica, aceptar que el beneficio social que deviene de su provisión, equivaldría al valor de aquel, dividido entre la cantidad de agentes que hagan parte de tal comunidad indeterminada; pero, al mismo tiempo, y de manera paradójica, estimamos que no es posible deducir el beneficio social a partir de la sumatoria y mucho menos la multiplicación, ello por cuanto: 1.- Es imposible conocer la magnitud individual de tal beneficio sin conocer el valor colectivo, y 2.- No es factible determinar quiénes son los individuos que conforman la comunidad” (Monroy y Pinzón, 2012, p. 31). Al respecto, es necesario dar un doble alcance adicional a esta tesis inicial en el siguiente sentido, por un lado, (i) por cuanto nuestra tesis original resulta consistente siempre y cuando se asuma que el derecho colectivo pueda tratarse efectivamente bajo la idea de “bien público”, lo cual, como se ha aclarado en el presente trabajo no es siempre cierto (cfr. Nota supra 32), y por otro lado (ii) por cuanto en tratándose de un “bien público", aun cuando sea cierto que se derive un valor colectivo de su provisión, en estricto sentido, no tiene sentido siquiera tratar de dividir tal beneficio entre sus consumidores dado que –asumiendo la propiedad de ser bienes de oferta conjunta– el mayor o menor beneficio es una función que depende del número de individuos (cfr. Hardin, 1991, p. 85), de suerte que el monto total de los beneficios y por tanto el resultado de la división de estos, cambia inmediatamente existe un consumidor adicional (o existe uno menos).
  75. Así, si bien el consumo es potencialmente el mismo para cada individuo, la utilidad que cada individuo deriva del consumo es ciertamente heterogénea (vgr. muchas personas pueden escuchar la misma canción en una radio que suena en la playa, pero no a todas les gusta –les beneficia– de igual manera). En cualquier caso, tratar de sumar los consumos o las utilidades individuales respecto de un bien público, ello es una tarea que no conduce a ninguna parte; no obstante, ello no supone que no exista un “valor colectivo” asociado al consumo del recurso.
  76. Advierte el autor que en materia de bienes públicos es menester hacer una división entre el valor del bien como tal (vgr. el valor colectivo) y el costo de proveer tal bien. Si existe tal valor colectivo, sería concebible que al menos un grupo de personas esté dispuesto a pagar por la provisión del bien, pero al lograrse tal provisión, los consumidores adicionales no pueden ser excluidos y tampoco, su consumo individual altera el consumo de los demás (no rivalidad). De suerte que, como se indicó (vid. Nota supra 72) el valor colectivo es una función del número de consumidores del bien. Caso distinto ocurre con los costos de provisión, los cuales suelen ser una constante. En síntesis, si el valor colectivo asociado a la existencia del bien público supera los costos de su provisión, entonces sería eficiente incurrir en tales costos, a contrario sensu, si los costos de provisión superan el valor colectivo asociado al bien público, entonces sería eficiente no proveer el bien.
  77. Agrega el autor en este punto que el problema de la noción de bienes públicos podría ser estricto sensu una cuestión irrelevante. El verdadero problema se encuentra en la provisión de tales bienes a la cual comúnmente viene anudado un costo que es real y además individualizable. Dicho problema de la provisión es oscurecido a menudo mediante la concepción del bien –público– que se persigue, así por ejemplo, un sindicato puede perseguir un aumento de salarios para sus afiliados; dicho aumento puede adquirir la forma de un bien público en el sentido de que ningún afiliado puede ser excluido de la mayor tasa de aumento salarial, y el hecho de que un afiliado en particular reciba tal tasa no afecta el consumo que otro afiliado haga de la misma tasa. Sin embargo, el problema –ante la imposibilidad de exclusión– pasa por garantizar que existan mecanismos para que el propio sindicato se coordine para presionar por la provisión de tales beneficios.
  78. Según Armelino, la acción colectiva (no el problema) se puede definir como “[…] la participación de un grupo de individuos con la intención de realizar un fin [común] determinado” (Armelino, 2007).
  79. Esta paradójica lógica es demostrada por el autor haciendo uso de información empírica obtenida mayormente de poderosos grupos de interés –particularmente sindicatos en EE.UU.–, observando concretamente la manera como sus miembros actúan en torno al objetivo que beneficia a todos y coordinan sus decisiones. Ciertamente, Olson indica que la dinámica de un grupo –construido en torno a un objetivo común– como un sindicato es asimilable a otros grupos tales como las asociaciones de consumidores, los grupos de interés, entre otros (Olson, 1992, p. 204), en los cuales es trasladable la misma lógica paradójica en el comportamiento.
  80. La fuerte identidad teórica entre los problemas asociados a los incentivos para la provisión de recursos no excluyentes y los problemas asociados a la “lógica de la acción colectiva” se evidencian acá. En efecto, en lo que corresponde a la provisión de los recursos, si al margen del aporte que individualmente haga un agente para la provisión del recurso no excluyente, este en todo caso se va a proveer, de lo cual el individuo recibe todos los beneficios esperados. ¿Por qué aquel debería entonces hacer el aporte? Acaso ¿no es mejor, comportarse como free-rider y esperar que otro agente incurra en los costos asociados a garantizar la provisión? Por el lado de la lógica de la acción colectiva, ¿qué pasa si todos los agentes piensan de la misma manera?
  81. Para estos efectos de evidenciar tales particularidades es menester recordar que, al aproximarnos a los “objetos” en los que se concretizan los derechos colectivos objeto de estudio (sección 3.3), defendimos la tesis de que en estos casos, la propiedad de no exclusión es una característica derivada de la naturaleza misma de los recursos en juego mas no de una decisión de Estado. Por otro lado, (sección 3.2 y 3.3) argumentamos que la característica de no exclusión está efectivamente presente (al menos tomando los ejemplos desarrollados) en los “medios”, los mecanismos dirigidos a la provisión del derecho.
  82. Esto, apalancado en la visión consecuencialista de las normas jurídicas descrita previamente conforme la visión de Korobkin (2004).
  83. Vale destacar sin embargo, que países como Israel incluyen la posibilidad del pago de una “recompensa” –análoga a la eliminada en Colombia mediante la Ley 1425 de 2010– a favor de los apoderados que representen causas colectivas y que obtengan un fallo exitoso a sus pretensiones (cfr. Goldstein, 2003).
  84. Para estos efectos, hemos tomado como única referencia, las experiencias recogidas por Gidi y Ferrer (2003) en su obra sobre “Procesos Colectivos” en la cual se recoge, desde un enfoque descriptivo y desde la visión de múltiples autores, la experiencia de diferentes países respecto de las “acciones colectivas”. Para nuestros efectos, nuestra lectura de la obra referenciada se fue guiada con el criterio de rastrear “incentivos externos” dirigidos a fomentar el uso de dichas acciones colectivas. Se revisaron los casos concretos de –en su orden– EE.UU., Canadá, Australia, Singapur, Escocia, Suecia, Finlandia, Noruega, Holanda, Israel, Francia, España, Portugal, Turquía, Rusia y China. Si bien no todas estas experiencias se evidencian en el presente escrito, ello no significa que en estos países no existan tales incentivos, simplemente que de la lectura de cada una de las experiencias descritas, estos no están evidenciados. Por ejemplo, según Liebman (2003), en China la introducción de las acciones –judiciales– colectivas se ha efectuado bajo una fuerte influencia del modelo de EE.UU., por ejemplo, tanto en China como en EE.UU. y Canadá se permite mediante estas acciones litigar causas que afectan a un amplio o no identificado grupo de demandantes (Liebman, 2003, p. 426). Si ello es así, no debería ser extraño –aunque el autor no lo haga explícito– que los incentivos para la generación de “abogados empresarios” de EE.UU. y Canadá, también se haya replicado en China.
  85. Nótese en este último punto la identidad con el problema de la lógica de la acción colectiva desarrollada en el numeral precedente.
  86. Sobre este punto, Gidi afirma que para admitir la class action, el juez debe verificar la “adecuación de la representación” (adequate representation), requisito de admisión constituido por dos elementos: “[…] la posibilidad de garantizar una vigorosa tutela de los intereses de los miembros ausentes y la ausencia de antagonismo o conflicto de intereses con el grupo. Ambos elementos deben ser evaluados, tanto con relación al representante como con relación al abogado del grupo” (Gidi, 2003, p. 7).
  87. Hay que tener en cuenta que en el caso de Estados Unidos, a diferencia de lo que sucede en otros países, existe la posibilidad de reclamar –incluso mediante CA– los denominados daños punitivos, lo cual supone la posibilidad de que aun cuando ningún miembro de la clase reciba efectivamente algún tipo de indemnización, el demandado puede ser condenado a pagar aquellos tipos de daños.
  88. Es importante aclarar que para el caso de Israel –lo cual ocurre también en otras legislaciones– las acciones colectivas operan bajo la regla de “exclusión” en el sentido de que se supone que todos los individuos que reúnan las características fácticas o de Derecho que se discuten en el litigio se suponen “incluidos” en el resultado del proceso a menos que ejerzan explícitamente la opción de excluirse del proceso. Empero, de manera extraña (cfr. Goldstein, 2003) en el caso de la protección del medio ambiente opera la regla contraria (vgr. principio de inclusión), lo cual genera incentivos para que los miembros del grupo no opten por no incluirse en el resultado del proceso dado que si no lo hacen, incluso maximizan sus posibilidades de éxito. “Si el grupo gana, el [sic] [el miembro que no ejerció la opción de inclusión] necesariamente recogerá los beneficios de la victoria. Sin embargo, si el grupo pierde, el [sic] no estará obligado por la res judicata en la pérdida” (Goldstein, 2003, p. 208).
  89. Similar a los incentivos económicos originalmente incorporados en la Ley 472 de 1998 y eliminados posteriormente en la Ley 1425 de 2010 en Colombia.
  90. Goldstein (2003, pp. 218-219) también señala como incentivos para la presentación de acciones colectivas, algunos elementos propios de Israel (difícilmente replicables). Por un lado indica el autor el alto incremento de abogados en el país, lo cual supone un desafío a los abogados más veteranos en el sentido de que los “nuevos” abogados no esperan a que los clientes se acerquen a ellos sino que por el contrario van a buscarlos, lo que se traduce en la búsqueda de fuentes de ingreso que estos abogados pueden obtener a través del ejercicio de las acciones colectivas. Por otro lado, en Israel, la naturaleza pública del litigio colectivo es una circunstancia particularmente atractiva para los medios de comunicación, por tanto, un abogado que representa una causa de tal naturaleza recibe un alto nivel de cubrimiento de medios, lo cual da “buena publicidad” sobre todo a los nuevos abogados.
  91. Parece ser, esta concepción solo resulta aplicable cuando la acción posee un fin indemnizatorio individualizable pero por costos resulta inviable reclamar, así, “[s]i la suma en juego por cada individuo en el grupo es posible para obtener un beneficio económicamente neto en un litigio individual exitoso, la pretensión es individualmente recuperable. Si los costos exceden el beneficio económico en un litigio individual, pero no en una acción de grupo, ésta es una pretensión individualmente no recuperable. Si incluso un grupo exitoso creara una pérdida económica, la pretensión sería no-viable” (Lindblom y Nordh, 2003, p. 96).
  92. Incluyendo acá el caso de EE.UU., Canadá, Australia, Singapur, Escocia, Suecia, Finlandia, Noruega, Holanda, Israel, Francia, España, Portugal, Turquía, Rusia y China.
  93. En el caso de EE.UU., Canadá, Suecia, Israel, entre otros, las acciones –judiciales– colectivas contienen entre sus fines, el permitir someter a litigio pretensiones económicas individualizables que por su bajo monto no justifican –económicamente– un litigio individual, pero que en conjunto sí justificarían entonces un litigio “colectivo”. En estos caso, al lograrse una sentencia condenatoria, cada uno de esas reducidas pretensiones son satisfechas, y sobre cada una de estas pretensiones (que en todo caso individualmente no se reclamarían) parece que tuviese sentido descontar algún porcentaje dirigido a remunerar la labor del representante o abogado del grupo, lo cual en últimas representa un incentivo económico dirigido a estimular el uso de la acción judicial.
  94. En el hecho de que cierta acción suponga un perjuicio para un grupo de individuos indeterminados, no supone que no existan perjuicios. Para el caso específico del medio ambiente –sano–, el hecho de no contar con este puede ciertamente representar un daño estrictamente indemnizable, empero, el perjuicio suele ser tan reducido a nivel individual, que este no se justifica reclamar los por costos de acción asociados.
  95. En este punto, cabe resaltar –por ejemplo– el caso de Australia. Según Wilcox (2003), en el trámite de la acción debe llevarse a cabo un “procedimiento de abstención” mediante el cual el accionante debe (i) tomar medidas para notificar a la gente que pueda ser calificada como miembro del grupo afectado, y (ii) completar los anuncios de abstención de participación en el proceso, por parte de los individuos incluidos en la descripción del grupo. Con todo, dichos trámites a cargo del accionante se expresan no solo en simples avisos judiciales, sino que, por ejemplo se concreta en la publicación de propaganda –escrita en lenguaje no legal– a través de periódicos, radio, correo electrónico, etc. (Wilcox, 2003, pp. 48-49).

 


 

Para citar este artículo: Monroy C., D. A. (2016). Una aproximación económica a los derechos colectivos y sus medios de provisión: el caso de los derechos al “medio ambiente sano” y al “manejo y aprovechamiento racional de los recursos naturales”. Revista Luna Azul, 42, 105-153. Recuperado de 

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